Quizá pudiera ocurrir que ese ser del que dependo no sea Dios,
y que yo haya sido producido, o bien por mis padres, o bien por alguna
otra causa menos perfecta que Dios. Pero ello no puede ser, pues, como
ya he dicho antes, es del todo evidente que en la causa debe haber por
lo menos tanta realidad como en el efecto. Y entonces, puesto que soy
una cosa que piensa, y que tengo en mí una idea de Dios, sea cualquiera
la causa que se le atribuya a mi naturaleza, deberá ser en cualquier
caso, asimismo, una cosa que piensa, y poseer en sí la idea de
todas las perfecciones que atribuyo a la naturaleza divina. Ulteriormente
puede indagarse si esa causa toma su origen y existencia de sí
misma o de alguna otra cosa. Si la toma de sí misma, se sigue,
por las razones antedichas, que ella misma ha de ser Dios, pues teniendo
el poder de existir por sí, debe tener también, sin duda,
el poder de poseer actualmente todas las perfecciones cuyas ideas concibe,
es decir, todas las que yo concibo como dadas en Dios. Y si toma su existencia
de alguna otra causa distinta de ella, nos preguntaremos de nuevo, y por
igual razón, si esta segunda causa existe por sí o por otra
cosa, hasta que de grado en grado lleguemos por último a una causa
que resultará ser Dios. Y es muy claro que aquí no puede
procederse al infinito, pues no se trata tanto de la causa que en otro
tiempo me produjo, como de la que al presente me conserva.
Tampoco puede fingirse aquí que acaso varias causas parciales hayan
concurrido juntas a mi producción, y que de una de ellas haya recibido
yo la idea de una de las perfecciones que atribuyo a Dios, y de otra la
idea de otra, de manera que todas esas perfecciones se hallan, sin duda,
en algún lugar del universo, pero no juntas y reunidas en una sola
{causa} que sea Dios. Pues, muy al contrario, la unidad, simplicidad o
inseparabilidad de todas las cosas que están en Dios, es una de
las principales perfecciones que en Él concibo; y, sin duda, la
idea de tal unidad y reunión de todas las perfecciones en Dios
no ha podido ser puesta en mí por causa alguna, de la cual no haya
yo recibido también las ideas de todas las demás perfecciones.
Pues ella no puede habérmelas hecho comprender como juntas e inseparables,
si no hubiera procedido de suerte que yo supiese cuáles eran, y
en cierto modo las conociese.
Por lo que atañe, en fin, a mis padres, de quienes parece que tomo
mi origen, aunque sea cierto todo lo que haya podido creer acerca de ellos,
eso no quiere decir que sean ellos los que me conserven, ni que me hayan
hecho y producido en cuanto que soy una cosa que piensa, puesto que sólo
han afectado de algún modo a la materia, dentro de la cual pienso
estar encerrado yo, es decir, mi espíritu, al que identifico ahora
conmigo mismo. Por tanto, no puede haber dificultades en este punto, sino
que debe concluirse necesariamente, del solo hecho de que existo y de
que hay en mí la idea de un ser sumamente perfecto (esto es, de
Dios), que la existencia de Dios está demostrada con toda evidencia.
Sólo me queda por examinar de qué modo he adquirido esa
idea. Pues no la he recibido de los sentidos, y nunca se me ha presentado
inesperadamente, como las ideas de las cosas sensibles, cuando tales cosas
se presentan, o parecen hacerlo, a los órganos externos de mis
sentidos. Tampoco es puro efecto o ficción de mi espíritu,
pues no está en mi poder aumentarla o disminuirla en cosa alguna.
Y, por consiguiente, no queda sino decir que, al igual que la idea de
mí mismo, ha nacido conmigo a partir del momento mismo en que yo
he sido creado.
Y nada tiene de extraño que Dios, al crearme, haya puesto en mí
esa idea para que sea como el sello del artífice, impreso en su
obra; y tampoco es necesario que ese sello sea algo distinto que la obra
misma. Sino que, por sólo haberme creado, es de creer que Dios
me ha producido, en cierto modo, a su imagen y semejanza, y que yo concibo
esta semejanza (en la cual se halla contenida la idea de Dios) mediante
la misma facultad por la que me percibo a mí mismo; es decir, que
cuando reflexiono sobre mí mismo, no sólo conozco que soy
una cosa imperfecta, incompleta y dependiente de otro, que tiende y aspira
sin cesar a algo mejor y mayor de lo que soy, sino que también
conozco, al mismo tiempo, que aquel de quien dependo posee todas esas
cosas grandes a las que aspiro, y cuyas ideas encuentro en mí;
y las posee no de manera indefinida y sólo en potencia, sino de
un modo efectivo, actual e infinito, y por eso es Dios. Y toda la fuerza
del argumento que he empleado para probar la existencia de Dios consiste
en que reconozco que sería imposible que mi naturaleza fuera tal
cual es, o sea, que yo tuviese la idea de Dios, si Dios no existiera realmente:
ese mismo Dios, digo, cuya idea está en mí, es decir, que
posee todas esas altas perfecciones, de las que nuestro espíritu
puede alcanzar alguna noción, aunque no las comprenda por entero,
y que no tiene ningún defecto ni nada que sea señal de imperfección.
Por lo que es evidente que no puede ser engañador, puesto que la
luz natural nos enseña que el engaño depende de algún
defecto.
Pero antes de examinar esto con más cuidado, y de pasar a la consideración
de las demás verdades que pueden colegirse de ello, me parece oportuno
detenerme algún tiempo a contemplar este Dios perfectísimo,
apreciar debidamente sus maravillosos atributos, considerar, admirar y
adorar la incomparable belleza de esta inmensa luz, en la medida, al menos,
que me lo permita la fuerza de mi espíritu. Pues, enseñándonos
la fe que la suprema felicidad de la vida no consiste sino en esa contemplación
de la majestad divina, experimentamos ya que una meditación como
la presente, aunque incomparablemente menos perfecta, nos hace gozar del
mayor contento que es posible en esta vida.
Descartes: Meditaciones Edit. Alfaguara,
Madrid.
Meditación
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