En cuanto a la otra razón óla de que esas ideas deben
proceder de fuera, pues no dependen de mi voluntadó, tampoco
la encuentro convincente. Puesto que, al igual que esas inclinaciones
de las que acabo de hablar se hallan en mí, pese a que no siempre
concuerden con mi voluntad, podría también ocurrir que
haya en mí, sin yo conocerla, alguna facultad o potencia, apta
para producir esas ideas sin ayuda de cosa exterior; y, en efecto, me
ha parecido siempre hasta ahora que tales ideas se forman en mí,
cuando duermo, sin el auxilio de los objetos que representan. Y en fin,
aun estando yo conforme con que son causadas por esos objetos, de ahí
no se sigue necesariamente que deban asemejarse a ellos. Por el contrario,
he notado a menudo, en muchos casos, que había gran diferencia
entre el objeto y su idea. Así, por ejemplo, en mi espíritu
encuentro dos ideas del sol muy diversas; una toma su origen de los
sentidos, y debe situarse en el género de las que he dicho vienen
de fuera; según ella, el sol me parece pequeño en extremo;
la otra proviene de las razones de la astronomía, es decir, de
ciertas nociones nacidas conmigo, o bien ha sido elaborada por mí
de algún modo: según ella, el sol me parece varias veces
mayor que la tierra. Sin duda, esas dos ideas que yo formo del sol no
pueden ser, las dos, semejantes al mismo sol; y la razón me impele
a creer que la que procede inmediatamente de su apariencia es, precisamente,
la que le es más disímil.
Todo ello bien me demuestra que, hasta el momento, no ha sido un juicio
cierto y bien pensado, sino sólo un ciego y temerario impulso,
lo que me ha hecho creer que existían cosas fuera de mí,
diferentes de mí, y que, por medio de los órganos de mis
sentidos, o por algún otro, me enviaban sus ideas o imágenes,
e imprimían en mí sus semejanzas.
Mas se me ofrece aún otra vía para averiguar si, entre
las cosas cuyas ideas tengo en mí, hay algunas que existen fuera
de mí. Es a saber: si tales ideas se toman sólo en cuanto
que son ciertas maneras de pensar no reconozco entre ellas diferencias
o desigualdad alguna, y todas parecen proceder de mí de un mismo
modo; pero, al considerarlas como imágenes que representan unas
una cosa y otras otra, entonces es evidente que son muy distintas unas
de otras. En efecto, las que me representan substancias son sin duda
algo más, y contienen (por así decirlo) más realidad
objetiva, es decir, participan, por representación, de más
grados de ser o perfección que aquellas que me representan sólo
modos o accidentes. Y más aún: la idea por la que concibo
un Dios supremo, eterno, infinito, inmutable, omnisciente, omnipotente
y creador universal de todas las cosas que están fuera de él,
esa idea ódigoó ciertamente tiene en sí más
realidad objetiva que las que me representan substancias finitas.
Ahora bien, es cosa manifiesta, en virtud de la luz natural, que debe
haber por lo menos tanta realidad en la causa eficiente y total como
en su efecto: pues ¿de dónde puede sacar el efecto su
realidad, si no es de la causa? ¿Y cómo podría
esa causa comunicársela, si no la tuviera ella misma?
Y de ahí se sigue, no sólo que la nada no podría
producir cosa alguna, sino que lo más perfecto, es decir, lo
que contiene más realidad, no puede provenir de lo menos perfecto.
Y esta verdad no es sólo clara y evidente en aquellos efectos
dotados de esa realidad que los filósofos llaman actual o formal,
sino también en las ideas, donde sólo se considera la
realidad que llaman objetiva. Por ejemplo, la piedra que aún
no existe no puede empezar a existir ahora si no es producida por algo
que tenga en sí formalmente o eminentemente todo lo que entra
en la composición de la piedra (es decir, que contenga en sí
las mismas cosas, u otras más excelentes, que las que están
en la piedra); y el calor no puede ser producido en un sujeto privado
de él, si no es por una cosa que sea de un orden, grado o género
al menos tan perfecto como lo es el calor; y así las demás
cosas. Pero además de eso, la idea del calor o de la piedra no
puede estar en mí si no ha sido puesta por alguna causa que contenga
en sí al menos tanta realidad como la que concibo en el calor
o en la piedra. Pues aunque esa causa no transmita a mi idea nada de
su realidad actual o formal, no hay que juzgar por ello que esa causa
tenga que ser menos real, sino que debe saberse que, siendo toda idea
obra del espíritu, su naturaleza es tal que no exige de suyo
ninguna otra realidad formal que la que recibe del pensamiento, del
cual es un modo.
Pues bien, para que una idea contenga tal realidad objetiva más
bien que tal otra, debe haberla recibido, sin duda, de alguna causa,
en la cual haya tanta realidad formal, por lo menos, cuanta realidad
objetiva contiene la idea. Pues si suponemos que en la idea hay algo
que no se encuentra en su causa, tendrá que haberlo recibido
de la nada; mas, por imperfecto que sea el modo de ser según
el cual una cosa está objetivamente o por representación
en el entendimiento, mediante su idea, no puede con todo decirse que
ese modo de ser no sea nada, ni, por consiguiente, que esa idea tome
su origen de la nada.
Tampoco debo suponer que, siendo sólo objetiva la realidad considerada
en esas ideas, no sea necesario que la misma realidad esté formalmente
en las causas de ellas, ni creer que basta con que esté objetivamente
en dichas causas; pues, así como el modo objetivo de ser compete
a las ideas por su propia naturaleza, así también el modo
formal de ser compete a las causas de esas ideas (o por lo menos a las
primeras y principales) por su propia naturaleza. Y aunque pueda ocurrir
que de una idea nazca otra idea, ese proceso no puede ser infinito,
sino que hay que llegar finalmente a una idea primera, cuya causa sea
como un arquetipo, en el que esté formal y efectivamente contenida
toda la realidad o perfección que en la idea está sólo
de modo objetivo o por representación. De manera que la luz natural
me hace saber con certeza que las ideas son en mí como cuadros
o imágenes, que pueden con facilidad ser copias defectuosas de
las cosas, pero que en ningún caso pueden contener nada mayor
o más perfecto que éstas.
Y cuanto más larga y atentamente examino todo lo anterior, tanto
más clara y distintamente conozco que es verdad. Mas, a la postre,
¿qué conclusión obtendré de todo ello? Ésta,
a saber: que, si la realidad objetiva de alguna de mis ideas es tal
que yo pueda saber con claridad que esa realidad no está en mí
formal ni eminentemente (y, por consiguiente, que yo no puedo ser causa
de tal idea), se sigue entonces necesariamente de ello que no estoy
solo en el mundo, y que existe otra cosa, que es causa de esa idea;
si, por el contrario, no hallo en mí una idea así, entonces
careceré de argumentos que puedan darme certeza de la existencia
de algo que no sea yo, pues los he examinado todos con suma diligencia,
y hasta ahora no he podido encontrar ningún otro.