De la naturaleza del espíritu humano; y que es más fácil
de conocer que el cuerpo
Mi meditación de ayer ha llenado mi espíritu de tantas
dudas, que ya no está en mi mano olvidarlas. Y, sin embargo,
no veo en qué manera podré resolverlas; y, como si de
repente hubiera caído en aguas muy profundas, tan turbado me
hallo que ni puedo apoyar mis pies en el fondo ni nadar para sostenerme
en la superficie. Haré un esfuerzo, pese a todo, y tomaré
de nuevo la misma vía que ayer, alejándome de todo aquello
en que pueda imaginar la más mínima duda, del mismo modo
que si supiera que es completamente falso; y seguiré siempre
por ese camino, hasta haber encontrado algo cierto, o al menos, si otra
cosa no puedo, hasta saber de cierto que nada cierto hay en el mundo.
Arquímedes, para trasladar la tierra de lugar, sólo pedía
un punto de apoyo firme e inmóvil; así yo también
tendré derecho a concebir grandes esperanzas, si por ventura
hallo tan sólo una cosa que sea cierta e indubitable.
Así pues, supongo que todo lo que veo es falso; estoy persuadido
de que nada de cuanto mi mendaz memoria me representa ha existido jamás;
pienso que carezco de sentidos; creo que cuerpo, figura, extensión,
movimiento, lugar, no son sino quimeras de mi espíritu. ¿Qué
podré, entonces, tener por verdadero? Acaso esto solo: que nada
cierto hay en el mundo.
Pero ¿qué sé yo si no habrá otra cosa, distinta
de las que acabo de reputar inciertas, y que sea absolutamente indudable?
¿No habrá un Dios, o algún otro poder, que me ponga
en el espíritu estos pensamientos? Ello no es necesario: tal
vez soy capaz de producirlos por mí mismo. Y yo mismo, al menos,
¿no soy algo? Ya he negado que yo tenga sentidos ni cuerpo. Con
todo, titubeo, pues ¿qué se sigue de eso? ¿Soy
tan dependiente del cuerpo y de los sentidos que, sin ellos, no puedo
ser?
Ya estoy persuadido de que nada hay en el mundo; ni cielo, ni tierra,
ni espíritus, ni cuerpos, ¿y no estoy asimismo persuadido
de que yo tampoco existo? Pues no: si yo estoy persuadido de algo, o
meramente si pienso algo, es porque yo soy. Cierto que hay no sé
qué engañador todopoderoso y astutísimo, que emplea
toda su industria en burlarme. Pero entonces no cabe duda de que, si
me engaña, es que yo soy; y, engáñeme cuanto quiera,
nunca podrá hacer que yo no sea nada, mientras yo esté
pensando que soy algo. De manera que, tras pensarlo bien y examinarlo
todo cuidadosamente, resulta que es preciso concluir y dar como cosa
cierta que esta proposición: ìyo soyî, ìyo
existoî, es necesariamente verdadera, cuantas veces la pronuncio
o la concibo en mi espíritu.
Ahora bien, ya sé con certeza que soy, pero aún no sé
con claridad qué soy; de suerte que, en adelante, preciso del
mayor cuidado para no confundir imprudentemente otra cosa conmigo, y
así no enturbiar ese conocimiento, que sostengo ser más
cierto y evidente que todos los que he tenido antes.
Por ello, examinaré de nuevo lo que yo creía ser, antes
de incidir en estos pensamientos, y quitaré de mis antiguas opiniones
todo lo que puede combatirse mediante las razones que acabo de alegar,
de suerte que no quede más que lo enteramente indudable. Así
pues, ¿qué es lo que antes yo creía ser? Un hombre,
sin duda. Pero ¿qué es un hombre? ¿Diré,
acaso, que un animal racional? No por cierto: pues habría luego
que averiguar qué es animal y qué es racional, y así
una única cuestión nos llevaría insensiblemente
a infinidad de otras cuestiones más difíciles y embarazosas,
y no quisiera malgastar en tales sutilezas el poco tiempo y ocio que
me restan. Entonces, me detendré aquí a considerar más
bien los pensamientos que antes nacían espontáneos en
mi espíritu, inspirados por mi sola naturaleza, cuando me aplicaba
a considerar mi ser. Me fijaba, primero, en que yo tenía un rostro,
manos, brazos, y toda esa máquina de huesos y carne, tal y como
aparece en un cadáver, a la que designaba con el nombre de cuerpo.
Tras eso, reparaba en que me nutría, y andaba, y sentía,
y pensaba, y refería todas esas acciones al alma; pero no me
paraba a pensar en qué era ese alma, o bien, si lo hacía,
imaginaba que era algo extremadamente raro y sutil, como un viento,
una llama o un delicado éter, difundido por mis otras partes
más groseras. En lo tocante al cuerpo, no dudaba en absoluto
de su naturaleza, pues pensaba conocerla muy distintamente, y, de querer
explicarla según las nociones que entonces tenía, la hubiera
descrito así: entiendo por cuerpo todo aquello que puede estar
delimitado por una figura, estar situado en un lugar y llenar un espacio,
de suerte que todo otro cuerpo quede excluido; todo aquello que puede
ser sentido por el tacto, la vista, el oído, el gusto o el olfato;
que puede moverse de distintos modos, no por sí mismo, sino por
alguna otra cosa que lo toca y cuya impresión recibe; pues no
creía yo que fuera atribuible a la naturaleza corpórea
la potencia de moverse, sentir y pensar: al contrario, me asombraba
al ver que tales facultades se hallaban en algunos cuerpos.
Pues bien, ¿qué soy yo, ahora que supongo haber alguien
extremadamente poderoso y, si es lícito decirlo así, maligno
y astuto, que emplea todas sus fuerzas e industria en engañarme?
¿Acaso puedo estar seguro de poseer el más mínimo
de esos atributos que acabo de referir a la naturaleza corpórea?
Me paro a pensar en ello con atención, paso revista una y otra
vez, en mi espíritu, a esas cosas, y no hallo ninguna de la que
pueda decir que está en mí. No es necesario que me entretenga
en recontarlas. Pasemos, pues, a los atributos del alma, y veamos si
hay alguno que esté en mí. Los primeros son nutrirme y
andar; pero, si es cierto que no tengo cuerpo, es cierto entonces también
que no puedo andar ni nutrirme. Un tercero es sentir, pero no puede
uno sentir sin cuerpo, aparte de que yo he creído sentir en sueños
muchas cosas y, al despertar, me he dado cuenta de que no las había
sentido realmente. Un cuarto es pensar: y aquí sí hallo
que el pensamiento es un atributo que me pertenece, siendo el único
que no puede separarse de mí. Yo soy, yo existo; eso es cierto,
pero ¿cuánto tiempo? Todo el tiempo que estoy pensando:
pues quizá ocurriese que, si yo cesara de pensar, cesaría
al mismo tiempo de existir. No admito ahora nada que no sea necesariamente
verdadero: así, pues, hablando con precisión, no soy más
que una cosa que piensa, es decir, un espíritu, un entendimiento
o una razón, términos cuyo significado me era antes desconocido.
Soy, entonces, una cosa verdadera, y verdaderamente existente. Mas,
¿qué cosa? Ya lo he dicho: una cosa que piensa. ¿Y
qué más? Excitaré aún mi imaginación,
a fin de averiguar si no soy algo más. No soy esta reunión
de miembros llamada cuerpo humano; no soy un aire sutil y penetrante,
difundido por todos esos miembros; no soy un viento, un soplo, un vapor,
ni nada de cuanto pueda fingir e imaginar, puesto que ya he dicho que
todo eso no era nada. Y, sin modificar ese supuesto, hallo que no dejo
de estar cierto de que soy algo.
Pero acaso suceda que esas mismas cosas que supongo ser, puesto que
no las conozco, no sean en efecto diferentes de mí, a quien conozco.
Nada sé del caso: de eso no disputo ahora, y sólo puedo
juzgar de las cosas que conozco: ya sé que soy, y eso sabido,
busco saber qué soy. Pues bien: es certísimo que ese conocimiento
de mí mismo, hablando con precisión, no puede depender
de cosas cuya existencia aún me es desconocida, ni por consiguiente,
y con mayor razón, de ninguna de las que son fingidas e inventadas
por la imaginación. E incluso esos términos de ìfingirî
e ìimaginarî me advierten de mi error: pues en efecto,
yo haría algo ficticio, si imaginase ser alguna cosa, pues ìimaginarî
no es sino contemplar la figura o ìimagenî de una cosa
corpórea. Ahora bien: ya sé de cierto que soy y que, a
la vez, puede ocurrir que todas esas imágenes y, en general,
todas las cosas referidas a la naturaleza del cuerpo, no sean más
que sueños y quimeras. Y, en consecuencia, veo claramente que
decir ìexcitaré mi imaginación para saber más
distintamente qué soyî, es tan poco razonable como decir
ìahora estoy despierto, y percibo algo real y verdadero, pero
como no lo percibo aún con bastante claridad, voy a dormirme
adrede para que mis sueños me lo representen con mayor verdad
y evidenciaî. Así pues, sé con certeza que nada
de lo que puedo comprender por medio de la imaginación pertenece
al conocimiento que tengo de mí mismo, y que es preciso apartar
el espíritu de esa manera de concebir, para que pueda conocer
con distinción su propia naturaleza.
¿Qué soy, entonces? Una cosa que piensa. Y ¿qué
es una cosa que piensa? Es una cosa que duda, que entiende, que afirma,
que niega, que quiere, que no quiere, que imagina también, y
que siente. Sin duda no es poco, si todo eso pertenece a mi naturaleza.
¿Y por qué no habría de pertenecerle? ¿Acaso
no soy yo el mismo que duda casi de todo, que entiende, sin embargo,
ciertas cosas, que afirma ser ésas solas las verdaderas, que
niega todas las demás, que quiere conocer otras, que no quiere
ser engañado, que imagina muchas cosas óaun contra su
voluntadó y que siente también otras muchas, por mediación
de los órganos de su cuerpo? ¿Hay algo de esto que no
sea tan verdadero como es cierto que soy, que existo, aun en el caso
de que estuviera siempre dormido, y de que quien me ha dado el ser empleara
todas sus fuerzas en burlarme? ¿Hay alguno de esos atributos
que pueda distinguirse en mi pensamiento, o que pueda estimarse separado
de sí mismo? Pues es de suyo tan evidente que soy yo quien duda,
entiende y desea, que no hace falta añadir aquí nada para
explicarlo. Y también es cierto que tengo la potestad de imaginar:
pues aunque pueda ocurrir (como he supuesto más arriba) que las
cosas que imagino no sean verdaderas, con todo, ese poder de imaginar
no deja de estar realmente en mí, y forma parte de mi pensamiento.
Por último, también soy yo el mismo que siente, es decir,
que recibe y conoce las cosas como a través de los órganos
de los sentidos, puesto que, en efecto, veo la luz, oigo el ruido, siento
el calor. Se me dirá, empero, que esas apariencias son falsas,
y que estoy durmiendo. Concedo que así sea: de todas formas,
es al menos muy cierto que me parece ver, oír, sentir calor,
y eso es propiamente lo que en mí se llama sentir, y, así
precisamente considerado, no es otra cosa que ìpensarî.
Por donde empiezo a conocer qué soy, con algo más de claridad
y distinción que antes.
Meditación Primera
- Meditación Segunda (1)
- (2) - Meditación
Tercera (1) - (2)
-