Así, pues, supongamos ahora que estamos dormidos, y que todas
estas particularidades, a saber: que abrimos los ojos, movemos la cabeza,
alargamos las manos, no son sino mentirosas ilusiones; y pensemos que,
acaso, ni nuestras manos ni todo nuestro cuerpo son tal y como los vemos.
Con todo, hay que confesar al menos que las cosas que nos representamos
en sueños son como cuadros y pinturas que deben formarse a semejanza
de algo real y verdadero; de manera que por lo menos esas cosas generales
óa saber: ojos, cabeza, manos, cuerpo enteroó no son imaginarias,
sino que en verdad existen. Pues los pintores, incluso cuando usan del
mayor artificio para representar sirenas y sátiros mediante figuras
caprichosas y fuera de lo común, no pueden, sin embargo, atribuirles
formas y naturalezas del todo nuevas, y lo que hacen es sólo mezclar
y componer partes de diversos animales; y, si llega el caso de que su
imaginación sea lo bastante extravagante como para inventar algo
tan nuevo que nunca haya sido visto, representándonos así
su obra una cosa puramente fingida y absolutamente falsa, con todo, al
menos los colores que usan deben ser verdaderos.
Y por igual razón, aun pudiendo ser imaginarias esas cosas generales
óa saber: ojos, cabeza, manos y otras semejantesó es preciso
confesar, de todos modos, que hay cosas aún más simples
y universales realmente existentes, por cuya mezcla, ni más ni
menos que por la de algunos colores verdaderos, se forman todas las imágenes
de las cosas que residen en nuestro pensamiento, ya sean verdaderas y
reales, ya fingidas y fantásticas. De ese género es la naturaleza
corpórea en general, y su extensión, así como la
figura de las cosas extensas, su cantidad o magnitud, su número,
y también el lugar en que están, el tiempo que mide su duración
y otras por el estilo.
Por lo cual, acaso no sería mala conclusión si dijésemos
que la física, la astronomía, la medicina y todas las demás
ciencias que dependen de la consideración de cosas compuestas,
son muy dudosas e inciertas; pero que la aritmética, la geometría
y demás ciencias de este género, que no tratan sino de cosas
muy simples y generales, sin ocuparse mucho de si tales cosas existen
o no en la naturaleza, contienen algo cierto e indudable. Pues, duerma
yo o esté despierto, dos más tres serán siempre cinco,
y el cuadrado no tendrá más de cuatro lados; no pareciendo
posible que verdades tan patentes puedan ser sospechosas de falsedad o
incertidumbre alguna.
Y, sin embargo, hace tiempo que tengo en mi espíritu cierta
opinión, según la cual hay un Dios que todo lo puede, por
quien he sido creado tal como soy. Pues bien: ¿quién me
asegura que el tal Dios no haya procedido de manera que no exista figura,
ni magnitud, ni lugar, pero a la vez de modo que yo, no obstante, sí
tenga la impresión de que todo eso existe tal y como lo veo? Y
más aún: así como yo pienso, a veces, que los demás
se engañan, hasta en las cosas que creen saber con más certeza,
podría ocurrir que Dios haya querido que me engañe cuantas
veces sumo dos más tres, o cuando enumero los lados de un cuadrado,
o cuando juzgo de cosas aún más fáciles que ésas,
si es que son siquiera imaginables. Es posible que Dios no haya querido
que yo sea burlado así, pues se dice de Él que es la suprema
bondad. Con todo, si el crearme de tal modo que yo siempre me engañase
repugnaría a su bondad, también parecería del todo
contrario a esa bondad el que permita que me engañe alguna vez,
y esto último lo ha permitido, sin duda.
Habrá personas que quizá prefieran, llegados a este punto,
negar la existencia de un Dios tan poderoso, a creer que todas las demás
cosas son inciertas; no les objetemos nada por el momento, y supongamos,
en favor suyo, que todo cuanto se ha dicho aquí de Dios es pura
fábula; con todo, de cualquier manera que supongan haber llegado
yo al estado y ser que poseo óya lo atribuyan al destino o la fatalidad,
ya al azar, ya en una enlazada secuencia de las cosasó será
en cualquier caso cierto que, pues errar y equivocarse es una imperfección,
cuanto menos poderoso sea el autor que atribuyan a mi origen, tanto más
probable será que yo sea tan imperfecto, que siempre me engañe.
A tales razonamientos nada en absoluto tengo que oponer, sino que me constriñen
a confesar que, de todas las opiniones a las que había dado crédito
en otro tiempo como verdaderas, no hay una sola de la que no pueda dudar
ahora, y ello no por descuido o ligereza, sino en virtud de argumentos
muy fuertes y maduramente meditados; de tal suerte que, en adelante, debo
suspender mi juicio acerca de dichos pensamientos, y no concederles más
crédito del que daría a cosas manifiestamente falsas, si
es que quiero hallar algo constante y seguro en las ciencias.
Pero no basta con haber hecho esas observaciones, sino que debo procurar
recordarlas, pues aquellas viejas y ordinarias opiniones vuelven con frecuencia
a invadir mis pensamientos, arrogándose sobre mi espíritu
el derecho de ocupación que les confiere el largo y familiar uso
que han hecho de él, de modo que, aun sin mi permiso, son ya casi
dueñas de mis creencias. Y nunca perderé la costumbre de
otorgarles mi aquiescencia y confianza, mientras las considere tal como
en efecto son, a saber: en cierto modo dudosas ócomo acabo de mostraró,
y con todo muy probables, de suerte que hay más razón para
creer en ellas que para negarlas. Por ello pienso que sería conveniente
seguir deliberadamente un proceder contrario, y emplear todas mis fuerzas
en engañarme a mí mismo, fingiendo que todas esas opiniones
son falsas e imaginarias; hasta que, habiendo equilibrado el peso de mis
prejuicios de suerte que no puedan inclinar mi opinión de un lado
ni de otro, ya no sean dueños de mi juicio los malos hábitos
que lo desvían del camino recto que puede conducirlo al conocimiento
de la verdad. Pues estoy seguro de que, entretanto, no puede haber peligro
ni error en ese modo de proceder, y de que nunca será demasiada
mi presente desconfianza, puesto que ahora no se trata de obrar, sino
sólo de meditar y conocer.
Así pues, supondré que hay, no un verdadero Dios óque
es fuente suprema de verdadó, sino cierto genio maligno, no menos
artero y engañador que poderoso, el cual ha usado de toda su industria
para engañarme. Pensaré que el cielo, el aire, la tierra,
los colores, las figuras, los sonidos y las demás cosas exteriores,
no son sino ilusiones y ensueños, de los que él se sirve
para atrapar mi credulidad. Me consideraré a mí mismo como
sin manos, sin ojos, sin carne, ni sangre, sin sentido alguno, y creyendo
falsamente que tengo todo eso. Permaneceré obstinadamente fijo
en ese pensamiento, y, si, por dicho medio, no me es posible llegar al
conocimiento de alguna verdad, al menos está en mi mano suspender
el juicio. Por ello, tendré sumo cuidado en no dar crédito
a ninguna falsedad, y dispondré tan bien mi espíritu contra
las malas artes de ese gran engañador que, por muy poderoso y astuto
que sea, nunca podrá imponerme nada.
Pero un designio tal es arduo y penoso, y cierta desidia me arrastra
insensiblemente hacia mi manera ordinaria de vivir; y, como un esclavo
que goza en sueños de una libertad imaginaria, en cuanto empieza
a sospechar que su libertad no es sino un sueño, teme despertar
y conspira con esas gratas ilusiones para gozar más largamente
de su engaño, así yo recaigo insensiblemente en mis antiguas
opiniones, y temo salir de mi modorra, por miedo a que las trabajosas
vigilias que habrían de suceder a la tranquilidad de mi reposo,
en vez de procurarme alguna luz para conocer la verdad, no sean bastantes
a iluminar por entero las tinieblas de las dificultades que acabo de promover.
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