Sin embargo, no puedo dejar de creer que las cosas corpóreas,
cuyas imágenes forma mi pensamiento y que los sentidos examinan,
son mejor conocidas que esa otra parte, no sé bien cuál,
de mí mismo que no es objeto de la imaginación: aunque
desde luego es raro que yo conozca más clara y fácilmente
cosas que advierto dudosas y alejadas de mí, que otras verdaderas,
ciertas y pertenecientes a mi propia naturaleza. Mas ya veo qué
ocurre: mi espíritu se complace en extraviarse, y aun no puede
mantenerse en los justos límites de la verdad. Soltémosle,
pues, la rienda una vez más, a fin de poder luego, tirando de
ella suave y oportunamente, contenerlo y guiarlo con más facilidad.
Empecemos por considerar las cosas que, comúnmente, creemos comprender
con mayor distinción, a saber: los cuerpos que tocamos y vemos.
No me refiero a los cuerpos en general, pues tales nociones generales
suelen ser un tanto confusas, sino a un cuerpo particular. Tomemos,
por ejemplo, este pedazo de cera que acaba de ser sacado de la colmena:
aún no ha perdido la dulzura de la miel que contenía;
conserva todavía algo de olor de las flores con que ha sido elaborado;
su color, su figura, su magnitud son bien perceptibles; es duro, frío,
fácilmente manejable, y, si lo golpeáis, producirá
un sonido. En fin, se encuentran en él todas las cosas que permiten
conocer distintamente un cuerpo.
Mas he aquí que, mientras estoy hablando, es acercado al fuego.
Lo que restaba de sabor se exhala: el olor se desvanece; el color cambia,
la figura se pierde, la magnitud aumenta, se hace líquido, se
calienta, apenas se le puede tocar y, si lo golpeamos, ya no producirá
sonido alguno. Tras cambios tales, ¿permanece la misma cera?
Hay que confesar que sí: nadie lo negará. Pero entonces,
¿qué es lo que conocíamos con tanta distinción
en aquel pedazo de cera? Ciertamente, no puede ser nada de lo que alcanzábamos
por medio de los sentidos, puesto que han cambiado todas las cosas que
percibíamos por el gusto, el olfato, la vista, el tacto o el
oído; y, sin embargo, sigue siendo la misma cera. Tal vez sea
lo que ahora pienso, a saber: que la cera no era ni esa dulzura de miel,
ni ese agradable olor a flores, ni esa blancura, ni esa figura, ni ese
sonido, sino tan sólo un cuerpo que un poco antes se me aparecía
bajo esas formas, y ahora bajo otras distintas.
Ahora bien, al concebirla precisamente así, ¿qué
es lo que imagino? Fijémonos bien, y apartando todas las cosas
que no pertenecen a la cera, veamos qué resta. Ciertamente, nada
más que algo extenso, flexible y cambiante. Ahora bien, ¿qué
quiere decir flexible y cambiante? ¿No será que imagino
que esa cera, de una figura redonda puede pasar a otra cuadrada, y de
ésa a otra triangular? No: no es eso, puesto que la concibo capaz
de sufrir una infinidad de cambios semejantes, y esa infinitud no podría
ser recorrida por mi imaginación: por consiguiente, esa concepción
que tengo de la cera no es obra de la facultad de imaginar.
Y esa extensión, ¿qué es? ¿No será
algo igualmente desconocido, pues que aumenta al ir derritiéndose
la cera, resulta ser mayor cuando está enteramente fundida, y
mucho mayor cuando el calor se incrementa más aún? Y yo
no concebiría de un modo claro y conforme a la verdad lo que
es la cera, si no pensase que es capaz de experimentar más variaciones
según la extensión, de todas las que yo haya podido imaginar.
Debo, pues, convenir en que yo no puedo concebir lo que es esa cera
por medio de la imaginación, y sí sólo por medio
del entendimiento: me refiero a ese trozo de cera en particular, pues
en cuanto a la cera en general, ello resulta aún más evidente.
Pues bien, ¿qué es esa cera, sólo concebible por
medio del entendimiento? Sin duda, es la misma que veo, toco e imagino;
la misma que desde el principio juzgaba yo conocer. Pero lo que se trata
aquí de notar es que su percepción, o la acción
por cuyo medio la percibimos, no es una visión, un tacto o una
imaginación, y no lo ha sido nunca, aunque así lo pareciera
antes, sino sólo una inspección del espíritu, la
cual puede ser imperfecta y confusa, como lo era antes, o bien clara
y distinta, como lo es ahora, según atienda menos o más
a las cosas que están en ella y de las que consta.
No es muy de extrañar, sin embargo, que me engañe, supuesto
que mi espíritu es harto débil y se inclina insensiblemente
al error. Pues aunque estoy considerando ahora esto en mi fuero interno
y sin hablar, con todo vengo a tropezar con las palabras, y están
a punto de engañarme los términos del lenguaje corriente;
pues nosotros decimos que vemos la misma cera, si está presente,
y no que pensamos que es la misma en virtud de tener los mismos color
y figura: lo que casi me fuerza a concluir que conozco la cera por la
visión de los ojos, y no por la sola inspección del espíritu.
Mas he aquí que, desde la ventana, veo pasar unos hombres por
la calle: y digo que veo hombres, como cuando digo que veo cera; sin
embargo, lo que en realidad veo son sombreros y capas, que muy bien
podrían ocultar meros autómatas, movidos por resortes.
Sin embargo, pienso que son hombres, y de este modo comprendo mediante
la facultad de juzgar que reside en mi espíritu, lo que creía
ver con los ojos.
Pero un hombre que intenta conocer mejor que el vulgo, debe avergonzarse
de hallar motivos de duda en las maneras de hablar propias del vulgo.
Por eso prefiero seguir adelante y considerar si, cuando yo percibía
al principio la cera y creía conocerla mediante los sentidos
externos, o al menos mediante el sentido común ósegún
lo llamanó, es decir, por medio de la potencia imaginativa, la
concebía con mayor evidencia y perfección que ahora, tras
haber examinado con mayor exactitud lo que ella es, y en qué
manera puede ser conocida. Pero sería ridículo dudar siquiera
de ello, pues ¿qué habría de distinto y evidente
en aquella percepción primera, que cualquier animal no pudiera
percibir? En cambio, cuando hago distinción entre la cera y sus
formas externas, y, como si la hubiese despojado de sus vestiduras,
la considero desnuda, entonces, aunque aún pueda haber algún
error en mi juicio, es cierto que una tal concepción no puede
darse sino en un espíritu humano.
Y, en fin, ¿qué diré de ese espíritu, es
decir, de mí mismo, puesto que hasta ahora nada, sino espíritu,
reconozco en mí? Yo, que parezco concebir con tanta claridad
y distinción este trozo de cera, ¿acaso no me conozco
a mí mismo, no sólo con más verdad y certeza, sino
con mayores distinción y claridad? Pues si juzgo que existe la
cera porque la veo, con mucha más evidencia se sigue, del hecho
de verla, que existo yo mismo. En efecto: pudiera ser que lo que yo
veo no fuese cera, o que ni tan siquiera tenga yo ojos para ver cosa
alguna; pero lo que no puede ser es que, cuando veo o pienso que veo
(no hago distinción entre ambas cosas), ese yo, que tal piensa,
no sea nada. Igualmente, si por tocar la cera juzgo que existe, se seguirá
lo mismo, a saber, que existo yo; y si lo juzgo porque me persuade de
ello mi imaginación, o por cualquier otra causa, resultará
la misma conclusión. Y lo que he notado aquí de la cera
es lícito aplicarlo a todas las demás cosas que están
fuera de mí.
Pues bien, si el conocimiento de la cera parece ser más claro
y distinto después de llegar a él, no sólo por
la vista o el tacto, sino por muchas más causas, ¿con
cuánta mayor evidencia, distinción y claridad no me conoceré
a mí mismo, puesto que todas las razones que sirven para conocer
y concebir la naturaleza de la cera, o de cualquier otro cuerpo, prueban
aún mejor la naturaleza de mi espíritu? Pero es que, además,
hay tantas otras cosas en el espíritu mismo, útiles para
conocer la naturaleza, que las que, como éstas, dependen del
cuerpo, apenas si merecen ser nombradas.
Pero he aquí que, por mí mismo y muy naturalmente, he
llegado adonde pretendía. En efecto: sabiendo yo ahora que los
cuerpos no son propiamente concebidos sino por el solo entendimiento,
y no por la imaginación ni por los sentidos, y que no los conocemos
por verlos o tocarlos, sino sólo porque los concebimos en el
pensamiento, sé entonces con plena claridad que nada me es más
fácil de conocer que mi espíritu. Mas, siendo casi imposible
deshacerse con prontitud de una opinión antigua y arraigada,
bueno será que me detenga un tanto en este lugar, a fin de que,
alargando mi meditación, consiga imprimir más profundamente
en mi memoria este nuevo conocimiento.
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