Tu quoque, traducido al castellano significa Y tú también. Es una variedad de Ataque personal que consiste en rechazar un razonamiento
alegando la inconsistencia del proponente. Se le acusa de hacer o defender lo
mismo que condena o, al contrario, de no practicar lo que aconseja hacer a
otros. Es decir, se emplea para despreciar las razones de quien no es consecuente,
sin analizarlas. ¿Cómo voy a obedecer al médico si él
mismo no se aplica el cuento? Ahí está ése dándonos consejos a los
griegos sobre concordia, cuando aún no ha logrado convencerse a sí mismo, a su
mujer y a su criada—tres personas tan solo— a ponerse de acuerdo en su vida
íntima.[1]
Estamos ante una réplica que siempre parece contundente y cuenta
con el asentimiento del público. A todo el mundo le vienen a la cabeza
expresiones tales que: consejos vendo y para mí no tengo; el que esté libre
de pecado que tire la primera piedra; no ve la viga en su ojo...
La falacia surge con facilidad porque utilizamos el tu quoque
en dos situaciones distintas que no distinguimos con nitidez. Despacharemos en
primer lugar el uso legítimo de este recurso. El uso legítimo.
Es legítimo el tu quoque cuando se utiliza para rechazar
una autoridad moral. ¿Qué significa autoridad moral? Llamamos así a aquella
cuya solvencia consiste en ser consecuente con lo que aconseja, a la que argumenta
con el ejemplo, a la que ofrece un modelo vivo de la conducta que predica. Son mis hechos, no mis palabras,
soldados, lo que quiero que secundéis; que no sólo busquéis en mí órdenes,
sino también ejemplo. Valerio
Corvino[2]
Recurrimos a una autoridad cuando las cosas no están claras, nos
falta información o no son persuasivos los razonamientos. En muchas
situaciones no buscamos tanto la opinión de un experto como la de una persona
fiable, no esperamos una demostración sino un modelo. Así ocurre, por ejemplo,
cuando alguien nos aconseja, reclama sacrificios o critica nuestra conducta.
Necesitamos confiar en la persona que aconseja o acusa y medimos su
credibilidad por su coherencia. Carece de crédito un político que no dé ejemplo
en el cumplimiento de sus propias normas, y consideramos hipócrita a quien nos
critica defectos que comparte. ¿Quien toleraría que los Gracos se
quejasen de una sedición? Juvenal. No hay nada más intolerable que exigir a
otro cuentas de su vida quien no puede rendirlas de la suya. Cicerón.[3]
En todos estos casos en que los consejos o las acusaciones
precisan el respaldo de una sólida autoridad moral que sostenga nuestra confianza,
es legítimo exigir las credenciales a tal autoridad, que no son otras que su ejemplo, y estamos autorizados para rechazarla, mediante el recurso al tu
quoque, cuando no lo ofrece. Muy gran vergüenza han de tener de
corregir a otros los que ven que hay mucho que corregir en sí mesmos; porque el
hombre tuerto no toma por adalid al ciego.[4]
No sólo estamos ante un ataque legítimo a la persona, a su
autoridad, sino que suele ser un gran ataque, un mazazo demoledor. Imaginemos
el caso de un político que evade impuestos, un obispo drogadicto o un juez
venal. Queremos que cada uno se aplique su propia medicina, y que su vida no
desmienta sus palabras. En verdad, si os parece conveniente que
las ciudades estén en manos de tiranos, estableced primero un tirano entre
vosotros mismos, y luego buscad de establecerlo entre los demás.[5] Te
pareces al boticario que hacía propaganda de un remedio contra la tos,
mientras tosía.
Ahora bien: ¿el rechazo de una autoridad justifica el rechazo de
sus razonamientos? Evidentemente no. Supongamos, por ejemplo, que el gobierno
rechaza las acusaciones de la oposición: Ustedes señores no tienen ninguna
credibilidad ante el Parlamento ni ante la sociedad porque cuando gobernaban hacían
lo contrario de lo que ahora reclaman.
Se les reprocha, con razón, la falta de autoridad moral pero no
se entra a combatir sus razonamientos. Si se pretende que estos quedan
suficientemente rebatidos con el reproche moral, entramos de lleno en el uso
falaz del recurso al tu quoque. El uso falaz
Estamos ante una falacia cuando el tu quoque se emplea
para rechazar un razonamiento o excusar una conducta. No dejo el tabaco porque mi médico
tampoco lo deja.
El médico no precisa ampararse en la autoridad moral. Es un
experto; le sobran razones técnicas para fundamentar sus consejos: el tabaco no
daña por igual a todo el mundo; los peligros para un determinado paciente
pueden objetivarse mediante exámenes clínicos o instrumentales. Si es así,
menospreciar las razones porque el consejero es incoherente constituye un
sofisma. Lo mismo ocurre cuando rechazamos una crítica fundamentada alegando:
¡Tú más!. Un error no se corrige con otro. Decís que padecéis persecución, y
nosotros caemos malheridos a golpes y a cuchillo bajo vuestros hombres armados.
Decís que padecéis persecución y nuestras casas son allanadas y desvalijadas
por vuestros grupos de asalto. Decís que padecéis persecución, y nuestros ojos
son calcinados con la cal viva y el vinagre de vuestra tropa de choque. San Agustín.[6] Preguntó el Papa al embajador de Venecia
dónde figuraba la escritura que les hacía dueños del mar Adriático. El
embajador respondió que Su Santidad hallaría dicha escritura al dorso del
original de la donación de Constatino.[7]
A veces se emplea esta falacia como un recurso cómodo para
eludir la cuestión, es decir, de mala fe. Lo más frecuente, sin embargo, es
que se cometa por confundir las cuestiones. En efecto: mezclamos inconscientemente
asuntos diferentes. Cualquier persona que sufre esta objeción puede preguntar
a su contrincante: ¿De
qué estamos discutiendo? — ¿Del hecho en
sí? — ¿De mí?: ¿De si
puedo dar consejos aunque para mí no tenga? — ¿De usted?: ¿De
si mi ejemplo justifica o no que lo haga usted?
Son cuestiones muy distintas y exigen un tratamiento diferenciado.
De lo contrario ocurre, como es habitual, que no discutimos el hecho y, en su
lugar, nos ocupamos de mí o de usted. De
mí: No des consejos porque tú haces lo mismo. De
usted: ¿Por qué no voy a hacerlo yo si es lo mismo que haces tú?
Si se discute un consejo o una acusación fundamentada, el
consejero y sus actos son irrelevantes. Hemos de atender a sus razones. De otro
modo estaremos eludiendo la cuestión mediante un ataque personal ilegítimo: la
falacia ad hominem.
Si se pretende justificar acciones en razón de que otro las ha cometido
antes, estamos eludiendo la cuestión mediante un sofisma populista.
Como, en cualquier caso, no se discute el hecho en sí, estamos
ante una falacia de Eludir la cuestión
en la variedad de Pista falsa.
La respuesta a esta falacia exige que el debate regrese a su terreno,
el hecho en sí, y que clausuremos las vías de fuga. Por ejemplo: — No
estamos discutiendo sobre mí, sino sobre una propuesta. Déjeme a un lado o
imagine que la sugerencia procede de otra persona. Dígame si lo que propongo
está bien o mal en sí mismo. Después, si usted quiere, hablaremos de mi inconsistencia,
y de si mi conducta justifica la de usted. —
¡Pero usted no es quién para dar consejos! —
Aquí no cuenta quién ofrece las razones, sino cuánto pesan. Tal vez yo debiera
hacer lo que predico, tal vez soy hipócrita, pero la hipocresía es un defecto
moral, no un error lógico. No olvide que yo puedo ser inconsecuente y, sin
embargo, tener razón. Discuta mis razones, no mi conducta. — ¿Pero
cómo puede usted aconsejar lo que no practica o criticar cosas que usted mismo
hace? — Yo
no critico a nadie ni me ofrezco como ejemplo. Me limito a
presentar una propuesta
razonada. Si me corto con un cuchillo no
podré censurar a quien haga lo mismo,
pero nada me
impedirá advertir de los riesgos. Al contrario: sabe más de los
cuchillos quien muestra cicatrices. — Pero
usted, con su conducta, da la razón a quien haga lo contrario. — Yo
no sirvo de excusa para lo que usted haga mal. Mis errores seguirán siendo
errores cuando los cometa otro. Toma ejemplo saludable de los extravíos
de tu padre, pero no quieras ponerlos como excusa para tus propias locuras.
Bernard Shaw.[8]
__________________________________________________________________ En resumen: Cuando,
enfrentados a un razonamiento, lo menospreciamos alegando la inconsistencia
del proponente, estamos ante un caso claro de falacia del tu quoque
que es una variedad de la falacia ad hominem. Si lo empleamos
para excusar una conducta caemos en una variedad de la falacia ad populum.
En ambos casos utilizamos el recurso al tu quoque, para eludir la
cuestión. ___________________________________________________________________
Hay situaciones en que la confusión entre los usos legítimo e
ilegítimo se ve favorecida porque coinciden en una misma persona la autoridad
del experto y la autoridad moral. Así ocurre con los médicos, por ejemplo, en
los que nunca está claro qué tipo de autoridad pesa más. La mayoría de los
pacientes no están en condiciones de juzgar la solidez de los argumentos
técnicos. Obedecen porque confían en su médico. En consecuencia, si mengua la
autoridad moral del facultativo, decae su capacidad como consejero. Lo mismo
ocurre en la política. Un gobernante puede estar cargado de razón para subir el
sueldo a los diputados al mismo tiempo que congela el de los funcionarios,
pero como al público no se le alcanzan tales razones, lo único que percibe es
la contradicción aparente. En estos casos lo deseable sería examinar por un
lado las razones y por otro las coherencias, pero rara vez asistimos a este
milagro de racionalidad. Por eso no basta con tener razón: conviene guardar
las formas. ¿Quién ignora que los discursos parecen
más verídicos si son pronunciados por personas bien consideradas que por gente
desacreditada, y que puede ofrecer más confianza una vida que un discurso? Isócrates.[9] Oyendo los éforos de Esparta que un
hombre disoluto proponía al pueblo un consejo útil, le mandaron callar y
encargaron a un hombre honrado que se atribuyese él la invención de la
propuesta.[10]
En el Evangelio se distinguen bien las dos situaciones. Cuando
Jesucristo dice: el que esté libre de pecado... no niega que la
acusación esté fundada; no elogia el adulterio. Se limita a negar autoridad
moral a una acusación hipócrita. También dijo en otra ocasión: Haced lo que dicen, pero no los imitéis
en lo que hacen. San Mateo
23,2. que es tanto como afirmar que
un hipócrita puede tener razón y, en consecuencia, que conviene distinguir
razones y coherencias. Celestina— Haz tú lo que bien digo y
no lo que mal hago. Rabelais— No penséis tanto en mis
faltas que olvidéis las vuestras. Wilde— Siempre traslado a los demás los
buenos consejos. Es lo único que se puede hacer con ellos. A uno mismo no le
sirven para nada. Fray Antonio de Guevara— Ojalá
supiese yo tan bien enmendar lo que hago como sé decir lo que otros han de
hacer (...) Soy como las campanas que llaman a misa y ellas nunca allá entran
(...) Enseño a muchos el camino y quédome descaminado.[11] |
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Revisado:
mayo de 2005 |
[1] Plutarco, Preceptos conyugales (en
Melero: Sofistas)
[2] Tito
Livio VII, 32, 12.
[3] Contra
Q. Cecilio.
[4] Fray
Antonio de Guevara: Reloj de príncipes.
[5] Herodoto, V, 92.
[6]Cartas. 88,8
[7] Feijoo. Teatro crítico.
[8]Trata de
blancas.
[9] XV, 278.
[10] Montaigne. Ensayos, II, XXVIII: De cómo
todo tiene su oportunidad.
[11]
Menosprecio de corte y alabanza de aldea.