USO DE RAZÓN.  DICCIONARIO DE FALACIAS. © Ricardo García Damborenea

SOFISMA POPULISTA o Argumento ad populum, también conocido como Falacia de apelación a la multitud

 

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Se trata de una simple variedad de la falacia ad verecundiam. En ella el lugar de la autoridad reverenda lo ocupa la opinión más extendida, a la que se apela como si se tratara de la archiesencia de la verdad.

 

Se basa en la supuesta autoridad del pueblo, de una mayoría o, simplemente del auditorio, para sostener la ver­dad de un argumento, como si la razón dependiera del número de los que la apoyan: no es posible que tantos se equivoquen, dicen. El recurso es evidentemente falaz, porque de lo que dicen muchos lo único seguro es que lo dicen muchos, y lo más probable es que se trate de un interés, un prejuicio o una pasión colectiva.

 

          DemóstenesSi lo dudas, interrógales, o más bien yo lo voy a hacer por ti. ¿Qué os parece, varones atenienses? ¿Esquino es huésped de Alejandro o mercenario suyo?... ¿Oyes lo que dicen?[1]

 

La imaginación anglosajona la bautizó como Bandwagon fallacy, esto es, Falacia del carro de la banda, refiriéndose al de los músicos en los festejos electorales, al que se encaraman los entusiastas del ganador. Es la misma idea que nosotros, hijos de Roma, reflejamos con la expresión: subirse al carro del vencedor. En este sentido, se supone que una idea ha de ser cierta cuando todo el mundo la acepta:

 

             Debe ser una película estupenda, porque hay unas colas enormes en la taquilla.

 

Algunos confunden la verdad con el número de manifestantes, porque mezclan las diversas verdades en juego. La verdad de lo que opina la mayoría se puede expresar en el número de asistentes a una manifestación: es verdad que 24654 dicen X (verdad estadística); pero, por muchos manifestantes que se reúnan, no sabremos ni una palabra más acerca de lo bien fundada que pueda estar su reclamación.

 

Recurrir al número de los que opinan algo es una vía legítima cuando se trata de medir el alcance de una opinión. Solamente podemos conocer lo que piensa la mayoría preguntándoselo. Ahora bien, si nos dicen que el 64% de los jóvenes adora la música bacalao, no lo entenderemos como un argumento a favor de la bondad de tales sones, sino como un dato que expresa un gusto juvenil. Del mismo modo, cuando analizamos un sondeo que mide la popularidad de los políticos, no concluimos que los ciudadanos escogen bien o mal, no entramos a considerar si tienen o no razón. Nos limitamos a constatar cuáles son sus preferencias. No pedimos que nos des­velen la verdad, sino que den su opinión.

 

Estamos ante una falacia cuando se intenta probar mediante el peso de la opinión cosas que no son opinables. Para averiguar si Sevilla tiene más habitantes que Barcelona, las creencias de la mayoría son irrelevantes (bien pudiera ocurrir que una mayoría pensara que tiene más Sevilla). Apelar a opiniones populares para sostener algo que debe ser comprobado objetivamente es una falacia de opinión, un mal argumento basado en una pésima autoridad. Todo el mundo no es una fuente concreta, no es imparcial y, generalmente, ni siquiera está bien infor­mada.

 

          SócratesSobre lo que dices vendrán ahora a apoyar tus palabras casi todos los atenienses y extranjeros, si deseas presentar contra mí testigos de que no tengo razón. Pero yo, aunque no soy más que uno, no acepto tu opinión; no me obligas a ello con razones, sino que presentas contra mí muchos testigos falsos.[2]

 

Si existe alguien capaz de sostener hoy una cosa y mañana la contraria, sin más fundamento que el calor de los acontecimientos, las sugestiones de una película, o la moda, ese alguien, al que Hobbes llamó Leviathan, es la opinión pública.

 

             No existe opinión alguna, por absurda que sea, que los hombres no acepten como propia, si llegada la hora de convencerles se arguye que tal opinión es “aceptada universalmente”. Son como ovejas que siguen al carnero a dondequiera que vaya. Schopenhauer. [3]

 

A este mismo tipo de sofismas corresponden la apelación a la tradición (siempre se ha hecho así) y la apelación a la práctica común (todo el mundo hace lo mismo). Por ejemplo:

 

             Mi padre nunca permitió que su mujer le levantara la voz.

             ¿Por qué saqueaste aquella tienda durante el motín callejero?—Todo el mundo lo hacía.

          

Hay situaciones en que nos dejamos llevar por la corriente porque, como decía San Agustín, da vergüenza no ser desvergonzado; pero esto es una explicación, no un argumento. Lo que hagan otros o lo que hicieran nuestros abuelos, no ofrece ninguna garantía de acierto. Son argucias que se emplean para intentar justificar (mal) una acción, olvidando que las conductas deben apoyarse  en sus propios méritos, no en los actos ajenos. Como señala una frecuente recriminación materna: ¿Así que, si otros se tiran por la ventana, tú también te tiras?

 

Cuando algún diputado quiera afirmar una teoría absurda o apoyar una idea descabellada, tenga la precaución de decir: Esta norma se sigue en el extranjero. Si desea dotar de mayor y más prestigiosa ambigüedad al concepto, insinúe sencillamente: Porque como ocurre en todas partes…  Wenceslao Fernández  Flórez.[4]

 

Se puede combatir esta falacia rechazando la razón del número y su carácter de autoridad parcial y mal informada, pero es preferible aportar ejemplos y comparaciones:

 

             Si juzgamos la calidad de las películas por las colas de las taquillas, deberíamos colocar en la cúspide El último cuplé.

 

            Dicen los japoneses que la caza y consumo de delfines forma parte de su cultura. También formaba parte de su cultura la discriminación de la mujer y ahora la combaten.

 

Hay quien llama sacrosantas costumbres a sufrir hambre, pasar frío, padecer enfermedades, soportar abusos, enterrar a los hijos y quemar herejes. ¡Ah, los buenos viejos tiempos!

 

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Revisado: mayo de 2005

 


 [1]  Demóstenes: Sobre la corona.

 [2]  Platón: Gorgias.

 [3]  Schopenhauer: Dialéctica Erística (Estratagema 30).

 [4] W. Fernández-Flórez: Acotaciones de un oyente I, 71.