Llamado así porque apela al pathos (la emoción) y no al logos
(la razón). Comprende todos los medios de persuasión no argumentativos que
pretenden sostener un punto de vista provocando las emociones del auditorio. ¡Qué disgusto le vas a dar a tu padre! ¿Es que quieres hacer llorar a la
Virgen? Me decepcionaría que dijeras lo
contrario. No se nos explican las razones por las que debamos hacer o dejar
de hacer algo. Se apela a nuestra sensibilidad para exhortarnos o disuadirnos una acción.
No es que hurgar en nuestras emociones esté mal o sea condenable. Pero si ésa
es toda la argumentación disponible, estamos ante una falacia. Su señor padre
puede estar completamente equivocado; y eso de que llore la Virgen no deja de
ser una manera de hablar. Deberíamos disponer de argumentos más sólidos, que
tengan algo que ver con el fondo del asunto. Pueden ser muy útiles para suscitar respuestas irracionales, porque
para la mayor parte de la gente es más fácil dejarse llevar por los sentimientos
que pensar críticamente. También es más fácil para el orador excitar las
pasiones del auditorio que construir un
argumento convincente. Por ello, los que tratan de persuadirnos más a menudo
—políticos y anunciantes— tienden a despertar nuestra emotividad para
inclinarnos a hacer cosas que probablemente no haríamos si pretendieran
convencernos con argumentos.
Este tipo de maniobras es muy eficaz cuando se emplea ante un
auditorio numeroso, como ocurre en manifestaciones callejeras, mítines
políticos o asambleas religiosas, donde triunfa quien mejor manipule las
emociones colectivas, sean éstas positivas (lealtad, piedad, solidaridad,
espíritu de emulación) o negativas (miedo, envidia, rencor) ligadas o no a
prejuicios sociales o étnicos. ¿Dejaremos que alguien piense que los
españoles hemos sido cobardes? ¿Qué será de Francia, de nuestra lengua, de
nuestras tradiciones, cuando abramos la puerta a los inmigrantes? De un patrono nunca puede venir nada
bueno.
Las falacias patéticas, principal arma del demagogo, representan
el colmo de los malos argumentos. Ni siquiera los hay. Ni existen premisas ni
conclusión, ni ganas de argumentar. Precisamente, se trata de evitarlo. No se
pretende justificar una tesis, sino arrancar un asentimiento emocional. Cuando las razones son débiles, los
afectos son los que gobiernan. Gibert. No es que toda apelación a las emociones sea falaz. Nadie puede
prescindir de ellas. Los razonamientos son capaces de convencer a la mente,
pero no mueven la voluntad. Es preciso conmover, pero tras haber convencido. Si hay que lograr que lo dudoso se vea
cierto, hay que echar mano del razonamiento, con las pruebas al canto. Mas si
los oyentes necesitan antes bien ser movidos que enseñados, de suerte que no
sean flojos en hacer lo mismo que ya saben y acomoden el asentimiento a las
cosas que confiesan ser verdaderas, en este caso, se requieren mayores arrestos
de elocuencia, y aquí son necesarias las súplicas e increpaciones, las
incitaciones y apremios y todo otro recurso propio para conmover los ánimos.
San Agustín.[1]
Una cosa es mostrar que es cierto lo que decimos (persuadir) y otra lograr
que los convencidos actúen (exhortar). Lo segundo es más difícil y no basta la razón
porque con frecuencia, aunque quien nos escucha sepa lo que debe hacer, no
quiere hacerlo. Le replicaron que se conformara con
tener razón, ya que no habría de tener otra cosa. Rabelais. Del pecado todos dicen que es malo y le
cometen todos. Quevedo. Con las emociones podemos arrastrar al mundo entero tras el
féretro de Diana de Gales; con la razón ni siquiera lograremos que contribuyan
al sostén de Unicef. Ambas, razón y emoción, son necesarias, pero en su debido orden. Cuando los
oyentes estén convencidos suficientemente sobre cómo se debe actuar,
será el
momento de apelar a las emociones para mover a los recalcitrantes. Primero,
luz al pensamiento y después, si hace falta, fuego a las emociones. Es
preciso probar antes a uno como traidor y luego provocar a los oyentes contra
la traición. Teón. Demóstenes
a Esquines— Al oír tu discurso han dicho: ¡qué bien habla! Al oír el mío han
corrido a empuñar las armas. Plutarco.
¿Por qué molestarnos en construir una argumentación convincente
si podemos interesar al público de manera más directa, más fácil y más eficaz
excitando sus emociones? Porque es peligroso y abre la puerta a toda suerte de
irracionalidades; porque las emociones se enfrían tan pronto como termina la
función; porque podemos ser refutados con facilidad; porque nuestro prestigio
correrá un peligro permanente. Ocurre aquí como con todas las trampas: el
que a veces salgan bien no las hace recomendables. ¿Y si la urgencia u otras
circunstancias aconsejan apelar directamente a los sentimientos? Adelante con
ellos. Al menos sabremos que estamos fomentando emocionalmente algo que,
llegado el momento, podríamos sostener con la razón. La falacia consiste en hacer
lo contrario, como era el caso de Hitler: Como orador, Hitler nunca se molestó en
probar lo que decía: afirmaba para desencadenar la emoción... Consideraba a su
auditorio como una mujer que debe ser en primer lugar desnudada emocionalmente
y después seducida para luego abandonarla. Los últimos diez minutos de su
discurso parecían un orgasmo verbal. Woods. El sofisma patético caracteriza a las siguientes falacias: Apelación al miedo, Apelación a la piedad, Apelación a la lealtad, Falacia de la Pista falsa. |
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Revisado:
mayo de 2005 |