Nacido en Sarcenat, cerca de Clermont-Ferrand, Auvergne, Francia, en 1 de Mayo de 1881. Su madre tenía cierto parentesco lejano con Voltaire.

Ingresó a los dieciocho años en la Compañía de Jesús. Ejerció como profesor de física en el colegio de los Jesuitas de El Cairo y luego estudió geología y paleontología en la Sorbona. Se doctoró en ciencias naturales en 1922. Desde 1923 participó en expediciones científicas en China, la India, Birmania, Somalia, etc. Sus descubrimientos en el campo de la paleontología humana le granjearon una magnífica reputación de sabio entre sus colegas. Pasó los últimos años de su vida en Nueva York, como colaborador y asesor de instituciones científicas. Todavía en 1951-3 marcha a Africa del Sur como coordinador de investigaciones sobre la prehistoria humana. Murió en Nueva York el 10 de Abril de 1955.

T. de Ch. abordó uno de los problemas fundamentales del pensamiento occidental del siglo XX: la necesidad de una nueva síntesis armónica de los valores positivos que entrañan la cultura contemporánea y del contenido imperecedero de la tradición cristiana en un nuevo humanismo que reconozca que "en el espíritu humano, como en un fruto único e insustituible, se halla sintetizada toda la vida sublimada -es decir, todo el valor cósmico- de la Tierra" (L'Esprit de la Terre, , 1931, p. 5). Porque en el hombre, y solamente en el hombre (que sepamos nosotros, al menos), el mundo ha tomado conciencia de sí mismo.

El mayor descubrimiento de la ciencia contemporánea ha sido el del tiempo como elemento constitutivo de todas las cosas. El mundo en que vivimos se nos ofrece, no como una máquina artificialmente engranada, sino como un organismo que se organiza desde dentro, en el que todos los seres van apareciendo gradualmente, como por una especie de proceso de crecimiento. Han desaparecido tanto la concepción mecanicista del mundo como su carácter estático, y ahora consideramos el universo como un gigantesco proceso histórico, como un acontecer evolutivo, en marcha desde hace miles de millones de años y que continúa progresando en un porvenir inconmensurable. "El paso moderno a la idea de evolución consiste esencialmente en la percepción de esta unidad dinámica fundamental" (Du Cosmos à la Cosmogénèse, 1951, p.3).

"La cosmogénesis conduce mediante la biogénesis a una noogénesis; la noogénesis en cambio halla su perfección en una cristogénesis". Esta fórmula expresa la concepción theilhardiana de la evolución del mundo y del espíritu, así como su fe y confianza en su sentido final. Al contrario que la de Nietzsche, la fidelidad a la tierra que Teilhard enseña es una fidelidad a la evolución profunda que se opera en el cosmos, tal y como él la entiende, de un modo optimista: la ascensión hacia el espíritu, la perfección progresiva del mismo mediante el amor y la armonía, un desarrollo colectivo hacia el centro suprapersonal en cuya dirección converge toda la evolución. Como consecuencia de la enormidad del Mundo, el Hombre moderno no puede ya reconocer a Dios sino como prolongación de cierto progreso o maduración universal (v. L'Incroyance moderne, 1933, p. 1-2).

Universalismo y Futurismo (posibilidad de progreso ilimitado) se combinan en la mente moderna con la percepción de un Universo en crecimiento global (Evolución). Estas dos notas definen una nueva forma de religiosidad. No es que el hombre contemporáneo no sea religioso: "Aunque otra cosa se diga, nuestro siglo es religioso, más religioso probablemente que todos los demás... Únicamente, que no ha encontrado todavía al Dios al que pueda adorar" (Carta del 10/Dic./1952). Se podría decir que una forma desconocida de religión está en trance de germinar en el corazón del Hombre moderno, en el surco abierto por la Idea de Evolución... El alma del sentimiento moderno de la vida está centrada enteramente sobre nuestro sentimiento de responsabilidad frente al mundo. Una religión de la Tierra y de la responsabilidad frente a la Tierra.

Entre esta religión de la Tierra y el cristianismo existe una viva oposición que, a primera vista, parece insalvable. El humanismo que se ha ido desarrollando a partir del Renacimiento, orientado en la confianza en la capacidad del hombre para crear libremente su destino, es de tendencia panteísta, inmanente, organicista, evolutiva..., mientras que la religiosidad cristiana se expresa sobre todo en términos de personalidad, de trascendencia, de relaciones jurídicas y de inmovilismo (v. Quelques réflexions sur la conversion du Monde, 1936, p. 3)

Chardin demanda a la teología actual:

a) lealtad ante los resultados y las perspectivas de las ciencias naturales contemporáneas,
b) confrontación de los dogmas del cristianismo y de las nuevas perspectivas de la ciencia,
c) reflexión sobre el valor religioso del esfuerzo humano en el dominio temporal.

"La esencia del cristianismo, no es ni más ni menos que la creencia en la unificación del Mundo en Dios por la Encarnación" (Esquisse d'un Univers personnel, 1936, p. 54). Cristo expresa para T. de Chardin (conectando con la concepción scotista y franciscana del misterio de la Encarnación) el Polo superior de humanización y de personalización hacia el que tiende toda la evolución. El fin tanto del orden natural como del sobrenatural.

Existe, por una parte, el Cristo de la Mística cristiana, el Consumador tan apasionadamente descrito por San Pablo. Existe, por otra parte, el polo cósmico postulado por la Ciencia moderna y requerido por nuestro nuevo conocimiento del mundo para cerrar en su cumbre la Evolución en marcha. El pensamiento del padre Teilhard es que entre ambos polos hay correspondencia, paridad y finalmente identidad de fondo: su coincidencia futura, de la que la humanidad adquirirá conciencia y que se consumará en la Parusía.

T. de Chardin insistió en que los cristianos conceden muy escasa importancia a una doctrina que sin embargo es central en el cristianismo, a saber, la doctrina del retorno glorioso del Cristo al fin de los tiempos (Parusía). "En este acontecimiento único y supremo, en el que lo Histórico (nos dice la Fe) debe fundirse con lo Trascendente, el misterio de la Encarnación culmina y se afirma con el realismo de una explicación física del Universo" (Trois choses que je vois, 1948, p. 7), Este acontecimiento aliará la Ciencia y la Mística, y permitirá a ambas partes obrar una sobre otra, intercambiar sus atributos, llegando Cristo a ser Cósmico y el Cosmos cristificado a ser objeto de amor" ( C. Cuénot, Teilhard de Chardin. Les grandes étapes de son évolution, pg. 450, París, 1958).

Podemos hallar el orden entero del mundo en la célebre frase de Pablo: 'Omnia vestra sunt, vos autem Christi, Christus autem Dei' (I Corintios III, 23.). El mundo inferior entero está orientado hacia el hombre, el hombre hacia Cristo y Cristo hacia Dios. "El universo es una máquina de hacer dioses", como decía H. Bergson.

Para T. de Chardin el problema del mal adquiere desde la teoría de la evolución una nueva luz. Pues, en efecto, el mal corresponde estructuralmente a un mundo en evolución. Un mundo evolutivo y un mundo perfecto son conceptos contradictorios. La evolución va necesariamente acompañada de catástrofes, dolor y muerte. El mal corresponde a un proceso de evolución que debe buscar su camino por tanteos, a través de fracasos y errores. Si Dios quiso crear un mundo que debía alcanzar su perfección mediante la evolución, la imperfección y el mal debían figurar necesariamente en esa creación. Al mal físico hay que añadir, cuando la evolución produce al hombre, un ser con conciencia reflexiva y libertad, el mal moral. Pues el hombre también es un ser imperfecto e inconcluso, en tanto que no alcance su destino último. Jesús es el que lleva los pecados del mundo; el mal moral se compensa misteriosamente por el sufrimiento. Él es quien supera estructuralmente en Sí mismo, y para todos nosotros, las resistencias a la ascensión espiritual inherentes a la Materia. "Él es quien lleva el peso, inevitable por constitución, de toda especie de creación. Él es el símbolo y la señal del Progreso. El sentido completo y definitivo de la Redención no es ya únicamente expiar: es trasponer y vencer" (Christologie et Evolution, 1933, p. 7).

El pensamiento de T. de Chardin confluye hacia un humanismo cristiano que busca, no sólo la consagración externa, sino también la consagración interior del trabajo del Hombre en el Mundo. "Así, artistas, obreros, sabios, cualquiera que sea nuestra función humana, podemos, si somos cristianos, precipitarnos hacia el objeto de nuestro trabajo como hacia una salida abierta a la suprema perfección de nuestros seres" (Le Milieu divin, Oeuvres, t. Vp. 40).

«Adorar, antes, era preferir más a Dios que a las cosas, refiriéndose a Él y sacrificándolas a Él. Adorar, ahora, es consagrarse en cuerpo y alma al acto creador, adhiriéndose a él para perfeccionar el Mundo mediante el esfuerzo y la investigación.

Amar al prójimo, antes, era no hacerle daño y curar sus heridas. La caridad, en lo sucesivo, sin dejar de ser compasiva, se consumará en la vida entregada para el avance común.

Ser puro, antes, era principalmente abstenerse, guardarse de manchas. La castidad, mañana, se llamará sobre todo sublimación de los poderes de la carne y de toda pasión.

Ser desprendido, antes, era no interesarse por las cosas y no tomar de ellas sino lo menos posible. Ser desprendido, ahora, será, cada vez más, superar sucesivamente toda verdad y toda belleza, precisamente por la fuerza del amor que se les profesa.

Ser resignado, antes, podía significar aceptación pasiva de las condiciones presentes del Universo. Ser resignado, ahora, no le estará ya permitido más que al luchador desfalleciente entre los brazos del Angel»

Christologie et Evolution, 1933, p. 11-12.


«Lo que nos falta a todos, más o menos, en este momento, es una formulación nueva de la Santidad»

Le phénomène spirituel, 1937, p. 15.


Lejos de desviar al hombre de sí mismo o de su tarea terrena, la fe en Dios puede constituir precisamente el estímulo supremo para realizar nuestra vocación terrena con toda la perfección posible.

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José Biedma
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