Resulta, pues, que la primera vista que tomamos sobre la vida en esta
pesquisa de su esencia pura que emprendemos es el conjunto de actos y
sucesos que la van, por decirlo así, amueblando.
Nuestro método va a consistir en ir notando uno tras otro los atributos
de nuestra vida en orden tal que de los más externos avancemos
hacia los más internos, que de la periferia del vivir nos contraigamos
a su centro palpitante. Hallaremos, pues, sucesivamente una serie introgrediente
de definiciones de la vida, cada una de las cuales conserva y ahonda las
antecedentes.
Y, así, lo primero que hallamos es esto:
Vivir es lo que hacemos y nos pasa —desde pensar o soñar o conmovernos
hasta jugar a la Bolsa o ganar batallas. Pero, bien entendido, nada de
lo que hacemos sería nuestra vida si no nos diésemos cuenta
de ello. Este es el primer atributo decisivo con que topamos: vivir es
esa realidad extraña, única, que tiene el privilegio de
existir para sí misma. Todo vivir es vivirse, sentirse vivir, saberse
existiendo —donde saber no implica conocimiento intelectual ni sabiduría
especial ninguna, sino que es esa sorprendente presencia que su vida tiene
para cada cual: sin ese saberse, sin ese darse cuenta el dolor de muelas
no nos dolería.
La piedra no se siente ni sabe ser piedra: es para sí misma, como
para todo, absolutamente ciega. En cambio, vivir es, por lo pronto, una
revelación, un no contentarse con ser, sino comprender o ver que
se es, un enterarse. Es el descubrimiento incesante que hacemos de nosotros
mismos y del mundo en derredor. Ahora vamos con la explicación
y el título jurídico de ese extraño posesivo que
usamos al decir “nuestra vida”; es nuestra porque, además de ser
ella, nos damos cuenta de que es y de que es tal y como es. Al percibirnos
y sentirnos tomamos posesión de nosotros, y este hallarse siempre
en posesión de sí mismo, este asistir perpetuo y radical
a cuanto hacemos y somos diferencia el vivir de todo lo demás.
Las orgullosas ciencias, el conocimiento sabio no hacen más que
aprovechar, particularizar y regimentar esta revelación primigenia
en que la vida consiste.
Para buscar una imagen que fije un poco el recuerdo de esta idea traigamos
aquella de la mitología egipcíaca donde Osiris muere e Isis,
la amante, quiere que resucite y, entonces, le hace tragarse el ojo del
gavilán Horus. Desde entonces el ojo aparece en todos los dibujos
hieráticos de la civilización egipcia representando el primer
atributo de la vida: el verse a sí mismo. Y ese ojo, andando por
todo el Mediterráneo, llenando de su influencia el Oriente, ha
venido a ser lo que todas las demás religiones han dibujado como
primer atributo de la providencia: el verse a sí mismo, atributo
esencial y primero de la vida misma.
Este verse o sentirse, esta presencia de mi vida ante mí que me
da posesión de ella, que la hace “mía” es la que falta al
demente. La vida del loco no es suya, en rigor no es ya vida. De aquí
que sea el hecho más desazonador que existe ver a un loco. Porque
en él aparece perfecta la fisonomía de una vida, pero sólo
como una máscara tras la cual falta una auténtica vida.
Ante el demente, en efecto, nos sentimos como ante una máscara;
es la máscara esencial, definitiva. El loco, al no saberse a sí
mismo, no se pertenece, se ha expropiado, y expropiación, pasar
a posesión ajena, es lo que significan los viejos nombres de la
locura: enajenación, alienado, decimos —está fuera de sí,
está “ido”, se entiende de sí mismo; es un poseído,
se entiende poseído por otro. La vida es saberse —es evidencial.
Está bien que se diga: primero es vivir y luego filosofar —en un
sentido muy riguroso es, como ustedes están viendo, el principio
de toda mi filosofía—; está bien, pues, que se diga eso
—pero advirtiendo que el vivir en su raíz y entraña mismas
consiste en un saberse y comprenderse, en un advertirse y advertir lo
que nos rodea, en un ser transparente a sí mismo. Por eso, cuando
iniciamos la pregunta ¿qué es nuestra vida? pudimos sin
esfuerzo galanamente responder: vida es lo que hacemos —claro— porque
vivir es saber lo que hacemos, es —en suma— encontrarse a sí mismo
en el mundo y ocupado con las cosas y seres del mundo.
(Estas palabras vulgares, encontrarse, mundo, ocuparse, son ahora palabras
técnicas en esta nueva filosofía. Podría hablarse
largamente de cada una de ellas, pero me limitaré a advertir que
esta definición: “vivir es encontrarse en un mundo”, como todas
las principales ideas de estas conferencias, están ya en mi obra
publicada. Me importa advertirlo, sobre todo, acerca de la idea de la
existencia, para la cual reclamo la prioridad cronológica. Por
eso mismo me complazco en reconocer que, en el análisis de la vida,
quien ha llegado más adentro es el nuevo filósofo alemán
Martin Heidegger).
Aquí es preciso aguzar un poco la visión porque arribamos
a costas más ásperas.
Vivir es encontrarse en el mundo… Heidegger, en un recentísimo
y genial libro, nos ha hecho notar todo el enorme significado de esas
palabras… No se trata principalmente de que encontremos nuestro cuerpo
entre otras cosas corporales y todo ello dentro de un gran cuerpo o espacio
que llamaríamos mundo. Si sólo cuerpos hubiese no existiría
el vivir, los cuerpos ruedan los unos sobre los otros, siempre fuera los
unos de los otros, como las bolas de billar o los átomos, sin que
se sepan ni importen los unos a los otros. El mundo en que al vivir nos
encontramos se compone de cosas agradables y desagradables, atroces y
benévolas, favores y peligros: lo importante no es que las cosas
sean o no cuerpos, sino que nos afectan, nos interesan, nos acarician,
nos amenazan y nos atormentan. Originariamente eso que llamamos cuerpo
no es sino algo que nos resiste y estorba o bien nos sostiene y lleva
—por tanto, no es sino algo adverso y favorable. Mundo es sensu stricto
lo que nos afecta. Y vivir es hallarse cada cual a sí mismo en
un ámbito de temas, de asuntos que le afectan. Así, sin
saber cómo, la vida se encuentra a sí misma a la vez que
descubre el mundo. No hay vivir sino es en un orbe lleno de cosas, sean
objetos o criaturas; es ver cosas y escenas, amarlas u odiarlas, desearlas
o temerlas. Todo vivir es ocuparse con lo otro que no es uno mismo, todo
vivir es convivir con una circunstancia.
Nuestra vida, según esto, no es sólo nuestra persona, sino
que de ella forma parte nuestro mundo: ella —nuestra vida— consiste en
que la persona se ocupa de las cosas o con ellas, y evidentemente lo que
nuestra vida sea depende tanto de lo que sea nuestra persona como de lo
que sea nuestro mundo. [Por eso podemos representar “nuestra vida” como
un arco que une el mundo y yo; pero no es primero yo y luego el mundo,
sino ambos a la vez]. Ni nos es más próximo el uno que el
otro término: no nos damos cuenta primero de nosotros y luego del
contorno, sino que vivir es, desde luego, en su propia raíz, hallarse
frente al mundo, con el mundo, dentro del mundo, sumergido en su tráfago,
en sus problemas, en su trama azarosa. Pero también viceversa:
ese mundo, al componerse sólo de lo que nos afecta a cada cual,
es inseparable de nosotros. Nacemos juntos con él y son vitalmente
persona y mundo como esas parejas de divinidades de la antigua Grecia
y Roma que nacían y vivían juntas: los Dioscuros, por ejemplo,
parejas de dioses que solían denominarse dii consentes, los
dioses unánimes.
Vivimos aquí, ahora —es decir, que nos encontramos en un lugar
del mundo y nos parece que hemos venido a este lugar libérrimamente.
La vida, en efecto, deja un margen de posibilidades dentro del mundo,
pero no somos libres para estar o no en este mundo que es el de ahora.
Cabe renunciar a la vida, pero si se vive no cabe elegir el mundo en que
se vive. Esto da a nuestra existencia un gesto terriblemente dramático.
Vivir no es entrar por gusto en un sitio previamente elegido a sabor,
como se elige el teatro después de cenar —sino que es encontrarse
de pronto, y sin saber cómo, caído, sumergido, proyectado
en un mundo incanjeable, en este de ahora. Nuestra vida empieza por ser
la perpetua sorpresa de existir, sin nuestra anuencia previa, náufragos,
en un orbe impremeditado. No nos hemos dado a nosotros la vida, sino que
nos la encontramos justamente al encontrarnos con nosotros. Un símil
esclarecedor fuera el de alguien que, dormido, es llevado a los bastidores
de un teatro y allí, de un empujón que le despierta, es
lanzado a las baterías, delante del público. Al hallarse
allí, ¿qué es lo que halla ese personaje? Pues se
halla sumido en un situación difícil sin saber cómo
ni por qué, en una peripecia: la situación difícil
consiste en resolver de algún modo decoroso aquella exposición
ante el público, que él no ha buscado ni preparado ni previsto.
En sus líneas radicales, la vida es siempre imprevista. No nos
ha anunciado antes de entrar en ella —en su escenario, que es siempre
uno concreto y determinado—; no nos han preparado.
Este carácter súbito e imprevisto es esencial en la vida.
Fuera muy otra cosa si pudiéramos prepararnos a ella antes de entrar
en ella. Ya decía Dante que “la flecha prevista viene más
despacio”. Pero la vida en su totalidad y en cada uno de sus instantes
tiene algo de pistoletazo que nos es disparado a quemarropa.
Yo creo que esa imagen dibuja con bastante pulcritud la esencia del vivir.
La vida nos es dada —mejor dicho, no es arrojada o somos arrojados a ella,
pero eso que nos es dado, la vida, es un problema que necesitamos resolver
nosotros. Y lo es no sólo en esos casos de especial dificultad
que calificamos peculiarmente de conflictos y apuros, sino que lo es siempre.
Cuando han venido ustedes aquí han tenido que decidirse a ello,
que resolverse a vivir este rato en esta forma. Dicho de otro modo: vivimos
sosteniéndonos en vilo a nosotros mismos, llevando en peso nuestra
vida por entre las esquinas del mundo. Y con esto no prejuzgamos si es
triste o jovial nuestra existencia; sea lo uno o lo otro, está
constituida por una incesante forzosidad de resolver el problema de sí
misma.
Si la bala que dispara el fusil tuviese espíritu sentiría
que su trayectoria estaba prefijada exactamente por la pólvora
y la puntería, y si a esta trayectoria llamábamos su vida
la bala sería un simple espectador de ella, sin intervención
en ella: la bala ni se ha disparado a sí misma ni ha elegido su
blanco. Pero por esto mismo a ese modo de existir no cabe llamarle vida.
Esta no se siente nunca prefijada. Por muy seguros que estemos de lo que
nos va a pasar mañana, lo vemos siempre como una posibilidad. Este
es otro esencial y dramático atributo de nuestra vida, que va unido
al anterior. Por lo mismo que es en todo instante un problema, grande
o pequeño, que hemos de resolver sin que quepa transferir la solución
a otro ser, quiere decirse que no es nunca un problema resuelto, sino
que, en todo instante, nos sentimos como forzados a elegir entre varias
posibilidades. [Si no nos es dado escoger el mundo en que va a deslizarse
nuestra vida —y ésta es su dimensión de fatalidad— nos encontramos
con un cierto margen, con un horizonte vital de posibilidades —y ésta
es su dimensión de libertad—; vida es, pues, la libertad en la
fatalidad y la fatalidad en la libertad]. ¿No es esto sorprendente?
Hemos sido arrojados en nuestra vida y, a la vez, eso en que hemos sido
arrojados tenemos que hacerlo por nuestra cuenta, por decirlo así,
fabricarlo. O dicho de otro modo: nuestra vida es nuestro ser. Somos lo
que ella sea y nada más —pero ese ser no está predeterminado,
resuelto de antemano, sino que necesitamos decidirlo nosotros, tenemos
que decidir lo que vamos a ser; por ejemplo, lo que vamos a hacer al salir
de aquí. A esto llamo “llevarse a sí mismo en vilo, sostener
el propio ser”. No hay descanso ni pausa porque el sueño, que es
una forma del vivir biológico, no existe para la vida en el sentido
radical con que usamos esta palabra. En el sueño no vivimos, sino
que al despertar y reanudar la vida la hallamos aumentada con el recuerdo
volátil de lo soñado.
Las metáforas elementales e inveteradas son tan verdaderas como
las leyes de Newton. En esas metáforas venerables que se han convertido
ya en palabras del idioma, sobre las cuales marchamos a toda hora como
sobre una isla formada por lo que fue coral, en esas metáforas
—digo— van encapsuladas instituciones perfectas de los fenómenos
más fundamentales. Así hablamos con frecuencia de que sufrimos
una “pesadumbre”, de que nos hallamos en una situación “grave”.
Pesadumbre, gravedad son metafóricamente transpuestas del peso
físico, del ponderar un cuerpo sobre el nuestro y pesarnos, al
orden más íntimo. Y es que, en efecto, la vida pesa siempre,
porque consiste en un llevarse y soportarse y conducirse a sí mismo.
Sólo que nada embota como el hábito y de ordinario nos olvidamos
de ese peso constante que arrastramos y somos —pero cuando una ocasión
menos sólita se presenta, volvemos a sentir el gravamen. Mientras
el astro gravita hacia otro cuerpo y no se pesa a sí mismo, el
que vive es a un tiempo peso que pondera y mano que sostiene. Parejamente,
la palabra “alegría” viene acaso de “aligerar”, que es hacer perder
peso. El hombre apesadumbrado va a la taberna buscando alegría
—suelta el lastre y el pobre aeróstato de su vida se eleva jovialmente.
Con todo esto hemos avanzado notablemente en esta excursión vertical,
en este descenso al profundo ser de nuestra vida. En la hondura donde
ahora estamos nos aparece el vivir como un sentirnos forzados a decidir
lo que vamos a ser. Ya no nos contentaremos con decir, como al principio:
vida es lo que hacemos, es el conjunto de nuestras ocupaciones con las
cosas del mundo, porque hemos advertido que todo ese hacer y esas ocupaciones
no nos vienen automáticamente, mecánicamente impuestas,
como el repertorio de discos al gramófono, sino que son decididas
por nosotros; que este ser decididas es lo que tienen de vida; la ejecución
es, en gran parte, mecánica.
El gran hecho fundamental con que deseaba poner a ustedes en contacto
está ya ahí, lo hemos expresado ya: vivir es constantemente
decidir lo que vamos a ser. ¿No perciben ustedes la fabulosa paradoja
que esto encierra? ¡Un ser que consiste, más que en lo que
es, en lo que va a ser; por tanto, en lo que aún no es! Pues esta
esencial, abismática paradoja es nuestra vida. Yo no tengo la culpa
de ello. Así es en rigurosa verdad.
Pero acaso piensan algunos de ustedes esto: “¡De cuándo acá
vivir va a ser eso —decidir lo que vamos a ser! Desde hace un rato estamos
aquí escuchándole, sin decidir nada, y, sin embargo, ¡qué
duda cabe!, viviendo”. A lo que yo respondería: “Señores
míos, durante este rato no han hecho ustedes más que decidir
una y otra vez lo que iban a ser. Se trata de una de las horas menos culminantes
de su vida, más condenadas a relativa pasividad, puesto que son
ustedes oyentes. Y, sin embargo, coincide exactamente con mi definición.
He aquí la prueba: mientras me escuchaban, algunos de ustedes han
vacilado más de una vez entre dejar de atenderme y vacar a sus
propias meditaciones o seguir generosamente escuchando alertas cuanto
yo decía. Se han decidido o por lo uno o por lo otro —por ser atentos
o por ser distraídos, por pensar en este tema o en otro—, y eso,
pensar ahora sobre la vida o sobre otra cosa es lo que es ahora su vida.
Y, no menos, los demás que no hayan vacilado, que hayan permanecido
decididos a escucharme hasta el fin. Momento tras momento habrán
tenido que nutrir nuevamente esa resolución para mantenerla viva,
para seguir siendo atentos. Nuestras decisiones, aun las más firmes,
tienen que recibir constante corroboración, que ser siempre de
nuevo cargadas como una escopeta donde la pólvora se inutiliza,
tienen que ser, en suma, re-decididas. Al entrar ustedes por esa puerta
habían ustedes decidido lo que iban a ser: oyentes, y luego han
reiterado muchas veces su propósito —de otro modo se me hubieran
ustedes poco a poco escapado de entre las manos crueles de orador”.
Y ahora me basta con sacar la inmediata consecuencia de todo esto: si
nuestra vida consiste en decidir lo que vamos a ser, quiere decirse que
en la raíz misma de nuestra vida hay un atributo temporal: decidir
lo que vamos a ser —por tanto, el futuro.
Y, sin parar, recibimos ahora, una tras otra, toda una fértil
cosecha de averiguaciones. Primera: que nuestra vida es ante todo toparse
con el futuro. He aquí otra paradoja. No es el presente o el pasado
lo primero que vivimos, no; la vida es una actividad que se ejecuta hacia
adelante, y el presente o el pasado se descubre después, en relajación
con ese futuro. La vida es futurición, es lo que aún no
es.
J. Ortega y Gasset: ¿Qué es
filosofía? Obras completas, VII. Alianza Editorial-Revista
de Occidente, Madrid.
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