DUDAS ESCÉPTICAS ACERCA DE LAS OPERACIONES DEL ENTENDIMIENTO
Parte 1
Todos los objetos de la razón e investigación humana pueden,
naturalmente, dividirse en dos grupos, a saber: relaciones de ideas
y cuestiones de hecho; a la primera clase pertenecen las ciencias de
la Geometría, Álgebra y Aritmética y, en resumen,
toda afirmación que es intuitiva o demostrativamente cierta.
Que el cuadrado de la hipotenusa es igual al cuadrado de los dos lados
es una proposición que expresa la relación entre estas
partes del triángulo. Que tres veces cinco es igual a la mitad
de treinta expresa una relación entre estos números. Las
proposiciones de esta clase pueden descubrirse por la mera operación
del pensamiento, independientemente de lo que pueda existir en cualquier
parte del universo. Aunque jamás hubiera habido un círculo
o un triángulo en la naturaleza, las verdades demostradas por
Euclides conservarían siempre su certeza y evidencia.
No son averiguadas de la misma manera las cuestiones de hecho, los segundos
objetos de la razón humana; ni nuestra evidencia de su verdad,
por muy grande que sea, es de la misma naturaleza que la precedente.
Lo contrario de cualquier cuestión de hecho es, en cualquier
caso, posible, porque jamás puede implicar una contradicción,
y es concebido por la mente con la misma facilidad y distinción
que si fuera totalmente ajustado a la realidad. Que el sol no saldrá
mañana no es una proposición menos inteligible ni implica
mayor contradicción que la afirmación saldrá mañana.
En vano, pues, intentaríamos demostrar su falsedad. Si fuera
demostrativamente falsa, implicaría una contradicción
y jamás podría ser concebida distintamente por la mente.
Puede ser, por tanto, un tema digno de curiosidad investigar de qué
naturaleza es la evidencia que nos asegura cualquier existencia real
y cuestión de hecho, más allá del testimonio actual
de los sentidos, o de los registros de nuestra memoria. Esta parte de
la filosofía, como se puede observar, ha sido poco cultivada
por los antiguos y por los modernos y, por tanto, todas nuestras dudas
y errores, al realizar una investigación tan importante, pueden
ser aún más excusables, en vista de que caminamos por
senderos tan difíciles sin guía ni dirección alguna.
Incluso pueden resultar útiles, por excitar la curiosidad o destruir
aquella seguridad y fe implícitas que son la ruina de todo razonamiento
e investigación libre. El descubrimiento de defectos, si los
hubiera, en la filosofía común, no resultaría,
supongo, descorazonador, sino más bien una incitación,
como es habitual, a intentar algo más completo y satisfactorio
que lo que hasta ahora se ha presentado al público.
Todos nuestros razonamientos acerca de cuestiones de hecho parecen fundarse
en la relación de causa y efecto. Tan sólo por medio de
esta relación podemos ir más allá de la evidencia
de nuestra memoria y sentidos. Si se le preguntara a alguien por qué
cree en una cuestión de hecho cualquiera que no esté presente
ópor ejemplo, que su amigo está en el campo o en Franciaó,
daría una razón, y ésta sería algún
otro hecho, como una carta recibida de él, o el conocimiento
de sus propósitos y promesas previos. Un hombre que encontrase
un reloj o cualquier otra máquina en una isla desierta sacaría
la conclusión de que, en alguna ocasión, hubo un hombre
en aquella isla. Todos nuestros razonamientos acerca de los hechos son
de la misma naturaleza. Y en ellos se supone constantemente que hay
una conexión entre el hecho presente y el que se infiere de él.
Si no hubiera nada que los uniera, la inferencia sería totalmente
precaria. Oír una voz articulada y una conversación racional
en la oscuridad, nos asegura la presencia de alguien. ¿Por qué?
Porque éstas son efectos de producción y fabricación
humanas, estrechamente conectados con ellas. Si analizamos todos los
demás razonamientos de esta índole, encontraremos que
están fundados en la relación causa-efecto, y que esta
relación es próxima o remota, directa o colateral. El
calor y la luz son efectos colaterales del fuego y uno de los efectos
puede acertadamente inferirse del otro.
Así pues, si quisiéramos llegar a una conclusión
satisfactoria en cuanto a la naturaleza de aquella evidencia que nos
asegura de las cuestiones de hecho, nos hemos de preguntar cómo
llegamos al conocimiento de la causa y del efecto.
Me permitiré afirmar, como proposición general que no
admite excepción, que el conocimiento de esta relación
en ningún caso se alcanza por razonamientos a priori, sino que
surge enteramente de la experiencia, cuando encontramos que objetos
particulares cualesquiera están constantemente unidos entre sí.
Preséntese un objeto a un hombre muy bien dotado de razón
y luces naturales. Si este objeto le fuera enteramente nuevo, no sería
capaz, ni por el más meticuloso estudio de sus cualidades sensibles,
de describir cualquiera de sus causas o efectos. Adán, aun en
el caso de que le concediésemos facultades racionales totalmente
desarrolladas desde su nacimiento, no habría podido inferir de
la fluidez y transparencia del agua, que le podría ahogar, o
de la luz y el calor del fuego, que le podría consumir. Ningún
objeto revela por las cualidades que aparecen a los sentidos, ni las
causas que lo produjeron, ni los efectos que surgen de él, ni
puede nuestra razón, sin la asistencia de la experiencia, sacar
inferencia alguna de la existencia real y de las cuestiones de hecho.
La siguiente proposición: las causas y efectos no pueden descubrirse
por la razón, sino por la experiencia, se admitirá sin
dificultad con respecto a los objetos que recordamos habernos sido alguna
vez totalmente desconocidos, puesto que necesariamente somos conscientes
de la manifiesta incapacidad en la que estábamos sumidos en ese
momento para predecir lo que surgiría de ellos. Si presentamos
a un hombre, que no tiene conocimiento alguno de filosofía natural,
dos piezas de mármol pulido, nunca descubrirá que se adhieren
de tal forma que para separarlas es necesaria una gran fuerza rectilínea,
mientras que ofrecen muy poca resistencia a una presión lateral.
No hay dificultad en admitir que los sucesos que tienen poca semejanza
con el curso normal de la naturaleza son conocidos sólo por la
experiencia. Nadie se imagina que la explosión de la pólvora
o la atracción de un imán podrían descubrirse por
medio de argumentos a priori. De manera semejante, cuando suponemos
que un efecto depende de un mecanismo intrincado o de una estructura
de partes desconocidas, no tenemos reparo en atribuir todo nuestro conocimiento
de él a la experiencia. ¿Quién asegurará
que puede dar la razón última de que la leche y el pan
sean alimentos adecuados para el hombre, pero no para un león
o un tigre?
Pero, a primera vista, quizá parezca que esta verdad no tiene
la misma evidencia cuando concierne a los acontecimientos que nos son
familiares desde nuestra presencia en el mundo, que tienen una semejanza
estrecha con el curso entero de la naturaleza, y que se supone dependen
de las cualidades simples de los objetos, carentes de una estructuración
en partes que nos sea desconocida. Tendemos a imaginar que podríamos
descubrir estos efectos por la mera operación de nuestra razón,
sin acudir a la experiencia. Nos imaginamos que si de improviso nos
encontráramos en este mundo, podríamos desde el primer
momento inferir que una bola de billar comunica su moción a otra
al impulsarla, y que no tendríamos que esperar el suceso para
pronunciarnos con certeza acerca de él. Tal es el influjo del
hábito que, donde es más fuerte, además de compensar
nuestra ignorancia, incluso se oculta y parece no darse meramente porque
se da en grado sumo.
Pero, para convencernos de que todas las leyes de la naturaleza y todas
las operaciones de los cuerpos, sin excepción, son conocidas
sólo por la experiencia, quizá sean suficientes las siguientes
reflexiones: si se nos presentara un objeto cualquiera, y tuviéramos
que pronunciarnos acerca del efecto que resultará de él,
sin consultar observaciones previas, ¿de qué manera, pregunto,
habría de proceder la mente en esta operación? Habría
de inventar o imaginar algún acontecimiento que pudiera considerar
como el efecto de dicho objeto. Y es claro que esta invención
ha de ser totalmente arbitraria. La mente nunca puede encontrar el efecto
en la supuesta causa por el escrutinio o examen más riguroso,
pues el efecto es totalmente distinto a la causa y, en consecuencia,
no puede ser descubierto en él. El movimiento, en la segunda
bola de billar, es un suceso totalmente distinto del movimiento en la
primera. Tampoco hay nada en el uno que pueda ser el más mínimo
indicio del otro. Una piedra o un trozo de metal, que ha sido alzado
y privado de apoyo, cae inmediatamente. Pero, considerando la cuestión
apriorísticamente, ¿hay algo que podamos descubrir en
esta situación, que pueda dar origen a la idea de un movimiento
descendente más que ascendente o cualquier otro movimiento en
la piedra o en el metal?
Y, como en todas las operaciones de la naturaleza, la invención
o la representación imaginativa iniciales de un determinado efecto
son arbitrarias, mientras no consultemos la experiencia; de la misma
forma también hemos de estimar el supuesto enlace o conexión
entre causa y efecto, que los une y hace imposible que cualquier otro
efecto pueda resultar de la operación de aquella causa. Cuando
veo, por ejemplo, que una bola de billar se mueve en línea recta
hacia otra, incluso en el supuesto de que la moción en la segunda
bola me fuera accidentalmente sugerida como el resultado de un contacto
o de un impulso, ¿no puedo concebir que otros cien acontecimientos
distintos podrían haberse seguido igualmente de aquella causa?
¿No podrían haberse quedado quietas ambas bolas? ¿No
podría la primera bola volver en línea recta a su punto
de arranque o rebotar sobre la segunda en cualquier línea o dirección?
Todas esas suposiciones son congruentes y concebibles. ¿Por qué,
entonces, hemos de dar preferencia a una, que no es más congruente
y concebible que las demás? Ninguno de nuestros razonamientos
a priori nos podrá jamás mostrar fundamento alguno para
esta preferencia.
En una palabra, pues, todo efecto es un suceso distinto de su causa.
No podría, por tanto, descubrirse en su causa, y su hallazgo
inicial o representación a priori han de ser enteramente arbitrarios.
E incluso después de haber sido sugerida su conjunción
con la causa, ha de parecer igualmente arbitraria, puesto que siempre
hay muchos otros efectos que han de parecer totalmente congruentes y
naturales a la razón. En vano, pues, intentaríamos determinar
cualquier acontecimiento singular, o inferir cualquier causa o efecto,
sin la asistencia de la observación y de la experiencia.
Con esto podemos descubrir la razón por la que ningún
filósofo, que sea razonable y modesto, ha intentado mostrar la
causa última de cualquier operación natural o exponer
con claridad la acción de la fuerza que produce cualquier efecto
singular en el universo. Se reconoce que el mayor esfuerzo de la razón
humana consiste en reducir los principios productivos de los fenómenos
naturales a una mayor simplicidad, y los muchos efectos particulares
a unos pocos generales por medio de razonamientos apoyados en la analogía,
la experiencia y la observación. Pero, en lo que concierne a
las causas de estas causas generales, vanamente intentaríamos
su descubrimiento, ni podremos satisfacernos jamás con cualquier
explicación particular de ellas. Estas fuentes y principios últimos
están totalmente vedados a la curiosidad e investigación
humanas. Elasticidad, gravedad, cohesión de partes y comunicación
del movimiento mediante el impulso: éstas son probablemente las
causas y principios últimos que podremos llegar a descubrir en
la naturaleza. Y nos podemos considerar suficientemente afortunados
si somos capaces, mediante la investigación meticulosa y el razonamiento,
de elevar los fenómenos naturales hasta estos principios generales,
o aproximarnos a ellos. La más perfecta filosofía de corte
natural sólo despeja un poco nuestra ignorancia, así como
quizás la más perfecta filosofía de tipo moral
o metafísico sólo sirve para poner ésta al descubierto
en proporciones mayores. De esta manera, la constatación de la
ceguera y debilidad humanas es el resultado de toda filosofía,
y nos encontramos con ellas a cada paso, a pesar de nuestros esfuerzos
por eludirlas o evitarlas.
Tampoco la geometría, cuando se la toma como auxiliar de la filosofía
natural, es capaz de remediar este defecto o de conducirnos al conocimiento
de las causas últimas mediante aquella precisión en el
razonamiento por la que, con justicia, se la celebra. Todas las ramas
de la matemática aplicada operan sobre el supuesto de que determinadas
leyes son establecidas por la naturaleza en sus operaciones, y se emplean
razonamientos abstractos, bien para asistir a la experiencia en el descubrimiento
de estas leyes, bien para determinar su influjo en aquellos casos particulares
en que depende de un grado determinado de distancia y cantidad. Así,
es una ley del movimiento, descubierta por la experiencia, que el ímpetu
o fuerza de un móvil es la razón compuesta o proporción
de su masa y velocidad; y, por consiguiente, que una fuerza pequeña
puede desplazar el mayor obstáculo o levantar el mayor peso si,
por cualquier invención o instrumento, podemos aumentar la velocidad
de aquella fuerza, de modo que supere la contraria. La Geometría
nos asiste en la aplicación de esta ley, al darnos las medidas
precisas de todas las partes y figuras que pueden componer cualquier
clase de máquina, pero, de todas formas, el descubrimiento de
la ley misma se debe solamente a la experiencia, y todos los pensamientos
abstractos del mundo jamás nos podrán acercar un paso
más a su conocimiento. Cuando razonamos a priori y consideramos
meramente un objeto o causa, tal como aparece en la mente, independientemente
de cualquier observación, nunca puede sugerirnos la noción
de un objeto distinto, como lo es su efecto, ni mucho menos mostrarnos
una conexión inseparable e inviolable entre ellos. Muy sagaz
tendría que ser un hombre para poder descubrir, mediante razonamiento,
que el cristal es el efecto del calor, y el hielo del frío, sin
conocer previamente el modo en que operan estas cualidades.
Parte 2
Pero aún no estamos suficientemente satisfechos respecto a la
primera pregunta planteada. Cada solución da pie a una nueva
pregunta, tan difícil como la precedente, y que nos conduce a
investigaciones ulteriores. Cuando se pregunta: ¿Cuál
es la naturaleza de nuestros razonamientos acerca de cuestiones de hecho?,
la contestación correcta parece ser: están fundados en
la relación causa-efecto. Cuando, de nuevo, se pregunta: ¿Cuál
es el fundamento de todos nuestros razonamientos y conclusiones acerca
de esta relación?, se puede contestar con una palabra: la experiencia.
Pero si proseguimos en nuestra actitud escudriñadora y preguntamos:
¿Cuál es el fundamento de todas las conclusiones de la
experiencia?, esto implica una nueva pregunta, que puede ser más
difícil de resolver y explicar. Los filósofos que se dan
aires de sabiduría y suficiencia superiores tienen una dura tarea
cuando se enfrentan con personas de disposición inquisitiva,
que los desalojan de todas las posiciones en que se refugian, y que
con toda seguridad los conducirán finalmente a un dilema peligroso.
El mejor modo de evitar esta confusión es ser modestos en nuestras
pretensiones, e incluso descubrir la dificultad antes de que nos sea
presentada como objeción. Así podremos convertir de algún
modo nuestra ignorancia en una especie de virtud.
Me contentaré, en esta sección, con una tarea fácil,
pretendiendo sólo dar una contestación negativa al problema
aquí planteado. Digo, entonces, que, incluso después de
haber tenido experiencia de las operaciones de causa y efecto, nuestras
conclusiones, realizadas a partir de esta experiencia, no están
fundadas en el razonamiento o en proceso alguno del entendimiento. Esta
solución la debemos explicar y defender.
Sin duda alguna, se ha de aceptar que la naturaleza nos ha tenido a
gran distancia de todos sus secretos y nos ha proporcionado sólo
el conocimiento de algunas cualidades superficiales de los objetos,
mientras que nos oculta los poderes y principios de los que depende
totalmente el influjo de estos objetos. Nuestros sentidos nos comunican
el color, peso, consistencia del pan, pero ni los sentidos ni la razón
pueden informarnos de las propiedades que le hacen adecuado como alimento
y sostén del cuerpo humano. La vista o el tacto proporcionan
cierta idea del movimiento actual de los cuerpos; pero en lo que respecta
a aquella maravillosa fuerza o poder que puede mantener a un cuerpo
indefinidamente en movimiento local continuo, y que los cuerpos jamás
pierden más que cuando la comunican a otros, de ésta no
podemos formarnos ni la más remota idea. Pero, a pesar de esta
ignorancia de los poderes y principios naturales, siempre suponemos,
cuando vemos cualidades sensibles iguales, que tienen los mismos poderes
ocultos, y esperamos que efectos semejantes a los que hemos experimentado
se seguirán de ellas.