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Biografía elemental
nacido en Coín (Málaga) en 1939fue profesor en las universidades de La Laguna (Tenerife) y Autónoma de Barcelona es actualmente profesor de la Universidad Nacional de Educación a Distancia en Madrid
Dirige la revista de filosofía moral y política Isegoría del Consejo Superior de Investigaciones Científicas - Instituto de Filosofía.
Algunas obras:
Algunas aportaciones
Los puntos suspensivos
Javier Muguerza
Acababa de preguntarle a José Luis Aranguren si, a juzgar por la larga conversación que habiamos mantenido, cabria suponer que hay «otra» vida además de «ésta». A lo que dio en responderme: «No lo sé. Si me tienta pensar en ello es, más que nada, por la posibilidad de seguirla compartiendo con los seres queridos. Pero habría que dejarlo, me parece, en puntos suspensivos». Y como yo insistiese -«¿Lo dejamos en puntos suspensivos?»-, me volvió a responder: «Dejémoslo en puntos suspensivos...» En ese mismo instante, la cinta de la grabadora se agotó y, en lugar de recambiarla, los dos al unísono decidimos dar por concluida la entrevista que le hacía con destino a un «Retrato de José Luis L. Aranguren», publicado con posterioridad conjuntamente por su hijo Eduardo, José María Valverde y yo mismo.
A semejante conclusión se había llegado a partir de todavía otra pregunta, esta vez relativa al «texto vivo» que, como todo ser humano, era el propio Aranguren. Como él me recordara, la fórmula procedía de un episodio de la historia universitaria de nuestro siglo XIX, en que la expulsión de los profesores krausistas sentaría un precedente para futuras expulsiones de profesores de la Universidad, según vino a ocurrir con Aranguren sin ir más lejos. Las autoridades académicas de la época habían ya expurgado los «libros de textos» de aquellos profesores, pero se pensó que el expurgo no bastaba si no iba acompañado de la separación de sus autores y enseñantes, considerados desde entonces como «textos vivos». Y eso es lo que, en definitiva, somos todos y cada uno de nosotros en opinión de Aranguren, a saber, textos que reflexivamente cada quien va escribiendo y contándose a sí mismo, con más o menos tino, al hilo de la vida que ejecutivamente protagoniza con sus actos. Como los textos literarios, proseguía Aranguren, también los textos que somos requieren de interpretación. Por lo pronto todos aventuramos para ellos, clara o confusamente, una hermenéutica de nuestra cosecha. Y, una vez terminado nuestro relato, cabe también la exégesis que hagan del mismo los demás, si es que se toman la molestia de esforzarse en comprendernos a través de unas paginas que, por asi decirlo, no tienen ya vuelta de hoja. «¿A quién pedir esa última comprensión que consista no tanto en juzgarnos cuanto en revelarnos quiénes somos, quién soy? No sé» -proseguía Aranguren- «tal vez a la Deidad ante la cual hayamos existido, si quiera como sueño, de suerte que, si la vida es sueño, sea, haya sido, esté siendo, vaya a ser sueño de Dios. Pero ya digo que no sé».
Me parece que el texto precedente resume a la perfección la religiosidad de ese hombre profundamente religioso que fue José Luis Aranguren, mi maestro. Su religiosidad fue en otro tiempo tachada de heterodoxa, y él mismo no vacilaría en considerarla tal, esto es, contraria a la opinión supuestamente recta u ortodoxa dominante, si bien cuidaba a este respecto de distinguir entre heterodoxia y hereiía. Por mi parte no voy a entrar en semejantes distinciones, importantes sin duda entre creyentes, pero también sin duda prescindibles para quienes no lo son. Pero precisamente para éstos, entre los que quien ahora escribe ha de contarse, tal religiosidad en modo alguno apabullante abría la puerta a un interés en reciprocidad respetuoso. Y sentaba las bases de un diálogo posible, a través del que creyentes e increyentes actualizasen lo que Aranguren dio en llamar «la dialéctica del espíritu humano», concibiéndola como un drama en que intervienen tres personajes, a saber, el metafísico, el religioso y el escéptico. El primero es quien formula las preguntas que más importan al hombre. El segundo, el que, mejor o peor, intenta darles respuesta. Y el tercero vendría a ser, en fin, quien no las admite, quien las pone en cuestión y, en el caso extremo, quien rechaza no solamente la validez de las respuestas sino el sentido mismo de las preguntas. Personalmente debo a Aranguren el haberme obligado a matizar para mí mismo esta última posición, que es en principio la única que podría atribuirme del anterior reparto de papeles.
Como Aranguren escribiera alguna vez, «los metafisicos, y en especial los metafisicos profesionales, acostumbran a ser lo suficientemente osados como para responder por su cuenta a las preguntas, e incluso sus sistemas contienen de ordinario bastantes más respuestas que preguntas; en cambio, lo más interesante de la religión no son siquiera para mí sus posibles respuestas, sino las preguntas mismas, es decir, me interesa más el enigma que su solución; pero en cuanto al escéptico, considero legítimo que cuestione cualquier género de respuestas, más cuando niega que las preguntas que más nos importan, como la pregunta por el sentido de nuestra vida, tengan a su vez sentido, me temo que su postura no se distinga de la del dogmático para quien todo es en el fondo incuestionable, es decir, que el escepticismo así entendido vendría en definitiva a reducirse a un dogmatismo de signo inverso». Planteada la cuestión en estos términos, ¿qué habriamos de entender por increencia? Desde luego, no lo mismo que por agnosticismo, pues lo que está aquí en juego no es exactamente un asunto de conocimiento. La fe religiosa, pongamos por caso la cristiana, es a la vez menos y más que conocimiento a secas. Es menos, por ejemplo, que conocimiento científico, pues los requisitos de contrastabilidad de este último siempre resultarán, por laxamente que los estipulemos, inasequibles a las pretensiones de la creencia en la divinidad. Pero la creencia en Dios envuelve un componente de confianza que por principio va más lejos de lo que cualquier clase de conocimiento, incluido el conocimiento personalizado entre seres humanos en cuanto diferente de las impersonales variedades del conocimiento científico, pudiera pretender. Por lo demás, las fronteras entre la creencia y la increencia son ciertamente lábiles y difíciles de establecer, pues la confianza del creyente tampoco instala a éste en una imperturbable seguridad que le mantenga a salvo de la duda. Y por eso Aranguren gustaba de citar el testimonio del teólogo Karl Barth, quien rechazaba la distinción entre creyentes y no creyentes aduciendo el ejemplo de un tal Karl Barth en quien se daban cita a un tiempo la fe y la incredulidad. Pero también el increyente que se considera instalado en la moderna convicción de que Dios ha muerto podría experimentar, como Max Horkheimer, la nostalgia de lo perdido y hasta el anhelo de su harto improbable, cuando no imposible, recuperación.
Que la linea divisoria que separa a la creencia de la increencia no sea nitida no quiere, por descontado, decir que no exista. Pero la afirmación de que existe tampoco la convierte en una barrera infranqueable que impida toda comunicación entre el creyente y el increyente. José Luis Aranguren y yo mantuvimos a nuestro modo esa tan problemática comunicación de la que guardo un recuerdo entrañable, y quiero ahora decir en su homenaje que todo lo que nos separaba era una línea de puntos suspensivos...
{[Tomado de ABC, Madrid 18 abril 1996, página 3.]}
LA INDIGNACIÓN ANTE LA INJUSTICIA
(Palabras de apertura del Foro de Debate
: La filosofía frente a la guerra, celebrado el día 31 de marzo de 2003 en el Instituto de Filosofía del CSIC)Javier Muguerza
Buenos días a todos. El filósofo Inmanuel Kant escribió acerca de los movimientos revolucionarios de su tiempo -el caso, por ejemplo, de la Revolución Francesa de finales del siglo XVIII. Kant dijo de ellos que la ola de
entusiasmo que habían despertado en todo el mundo revelaba "una profunda disposición moral del alma humana", movida por "un interés común a todos los seres de nuestra especie" y traducida en "la voluntad de luchar conjuntamente en defensa de los derechos de la humanidad". Si Kant hubiera podido presenciar el clamor mundial hoy desatado, en los comienzos del siglo XXI, contra la guerra de agresión preventiva que se desarrolla actualmente en Irak, Kant habría repetido punto por punto esas palabras, cambiando sólo su alusión al "entusiasmo" por otro sentimiento moral no menos extendido entre los seres humanos, pero acaso más profundo, como es la indignación. A diferencia del entusiasmo suscitado en tiempos de Kant por lo que sus contemporáneos interpretaban como "un paso adelante en la realización de la justicia", la "indignación" no se halla tanto promovida por el sentido de la justicia cuanto por el sentido de la injusticia; y se trata como decía, de un sentimiento más profundo porque -mientras que acerca de la "justicia" no es tan fácil que nos pongamos de acuerdo (los filósofos, desde luego, no lo han logrado pese a llevar discutiendo sobre ella desde Sócrates a nuestros días) y hasta se ha podido decir- que la justicia "no es cosa de este mundo", razón por la que nadie ha podido ver hasta hoy su rostro en plenitud -mientras que eso es lo que sucede con la justicia-, la injusticia es, en cambio, inmediatamente perceptible, sobre todo para quienes la padecen, y el espectáculo del sufrimiento de esas víctimas dispara de manera irresistible la solidaridad para con ellas... por lo menos entre quienes conserven todavía "un adarme de humanidad", cosa que al parecer no puede predicarse de todos los miembros de la especie humana, comenzando por aquellos políticos a los que la sabiduría popular acostumbra a describir como "aves de rapiña", "perros de presa" y otras variedades del reino animal caracterizadas por su afición a la depredación y la carnicería.¿Y por qué traigo a colación a Kant en este acto? Pues porque Kant ha sido, de manera eminente,
el filósofo de la paz, a la que dedicó un célebre opúsculo precisamente titulado "Hacia la paz perpetua". Como su título indica, "Hacia la paz perpetua" (y no, como se cita de ordinario, "La paz perpetua" sin más), Kant no creía que la paz perpetua estuviese al alcance de la mano, y hasta incluso desconfiaba de que fuera invariablemente una buena cosa. Por el contrario, "la paz perpetua" era -como nos cuenta Kant- el rótulo que figuraba en la fachada de una posada holandesa, acompañado significativamente de un grabado en el que el posadero había hecho dibujar ¡nada menos que un cementerio!, convirtiéndose de este modo en precursor de lo que deben entender por "paz", la paz de los camposantos, tanto Bush como Blair y, por lo visto, nuestro ínclito Presidente del Gobierno. El título de Kant, Hacia la paz perpetua, daba a entender en cambio que se trata de un proceso inacabado y hasta quien sabe si inacabable, como parecía serlo la "justicia" que decíamos antes que no era cosa de este mundo: la paz tampoco es cosa de este mundo sino lo que suele llamarse una utopía, algo que quiere decir en griego un "no- lugar" o, si se prefiere decir así, un "lugar" que -al igual que la línea del horizonte cuando avanzamos hacia él- se aleja de nosotros precisamente en la medida en que tratamos de alcanzarlo, de donde no se sigue, sin embargo, que haya por eso que dejar de perseguirlo. Y de ahí que, cuando le preguntaron a un poeta que para qué diablos servían las utopías, su respuesta no fuera sino la de que sirven para no estarnos quietos y continuar incesantemente luchando por aproximarnos a la meta que nos señalan.Pero Kant, que asimismo nos incitaba a no cejar en ese empeño utópico, nos prevenía contra la ilusión de haber alcanzado la meta de "una paz justa" demasiado pronto, cuando no al precio de desfigurar el objetivo final. Ese objetivo no era otro que el de lograr un mundo presidido por el imperio de la ley -si no, por excesivamente utópico, el de la ley moral, al menos sí el de la ley representada por el Derecho internacional-, y de ahí que recelara de que ese "Imperio de la Ley" pudiera verse suplantado por la Ley del Imperio; cosa que por su parte trató de conjurar recomendando la configuración de una confederación de pueblos libres o "Liga de Naciones" (un claro precedente de la actual Organización de las Naciones Unidas) como la fórmula más indicada para asegurar la paz del mundo frente a la hegemonía de alguna gran potencia convertida en un Super-Estado o un Estado imperial. Pero contra los pronósticos de Kant, y desde luego contra sus deseos, el mundo tiende hoy a configurarse imperialmente, con un imperialismo sin tapujos que no sólo no tiene inconveniente en servirse de las Naciones Unidas para maquillar si se tercia sus decisiones unilaterales, sino que tampoco vacila en hacer caso omiso de sus recomendaciones cuandoquiera que tales recomendaciones contrarias a sus intereses, como ha venido a ocurrir en definitiva con la catastrófica guerra que nos congrega a los presentes esta mañana.
Ante catástrofes de tamaña magnitud, la filosofía se halla con toda probabilidad condenada a la impotencia, y no es mucho, desde luego, lo que los filósofos podamos oponerles. El propio Kant no les oponía sino algo tan frágil, y a menudo tan "inaudible", como lo que llamaba la voz de la conciencia. E incluso con esta última hay que tener presente que se trata de un voz polifónica, y que ningún filósofo podría atreverse a monopolizarla, so pena de convertirse en émulo del Presidente Bush y de sus acólitos inglés y español cuando infatuadamente se arrogan la potestad de definir qué sean el Bien y el Mal con mayúsculas, acompañados de sus correspondientes ejes (o como hacía ese ex-colega nuestro partidario de la austera pedagogía según la cual "la letra con sangre entra" y que, en la prensa de días pasados, se sentía moralmente capaz de "justificar el recurso a medios tales como la matanza indiscriminada de niños, mujeres y ancianos siempre que la finalidad fuera instruir de una buena vez a los pueblos árabes sobre las ventajas de la democracia). Pero peor sería aún, si cabe, proclamar que esa voz de la conciencia se haya quedado afónica, como parecía desprenderse de las declaraciones de una prominente personalidad de nuestro entorno gubernamental cuando, ante las devastadoras consecuencias de los bombardeos reflejadas en la primera plana de los periódicos, declaraba desvergonzadamente que "no tenía problemas de conciencia". Y, dejando a un lado la denuncia de la desvergüenza, lo que los filósofos sí que tendrían que hacer es insistir en que la carencia de problemas de conciencia es el peor síntoma de inhumanidad que podría exhibir quienquiera que desee hacerse pasar por ser humano.
Además de observaciones de esa índole, después de todo perfectamente inanes, lo cierto es, lo repito, que los filósofos no podemos hacer gran cosa. No podemos parar el curso de la historia ni reorientarlo en una dirección más bonancible o siquiera menos funesta. Pero lo que sí que podemos hacer, por modestamente que sea, es contribuir a que esa historia no transcurra sin protesta.
Y para eso nos hemos reunido aquí y ahora, en esta sesión que a continuación va a dar comienzo.
Instituto de Filosofía. Publicaciones individuales
JAVIER MUGUERZA CARPINTIER
Catedrático de la UNED
Director de la revista
ISEGORIA
(Doctor Vinculado)
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