Karl
Jaspers
Qué
sea la filosofía y cuál su valor, es cosa discutida. De ella se esperan
revelaciones extraordinarias o bien se la deja indiferentemente a un lado como
un pensar que no tiene objeto. Se la mira con respeto, como el importante
quehacer de unos hombres insólitos o bien se la desprecia como el superfluo
cavilar de unos soñadores. Se la tiene por una cosa que interesa a todos y que
por tanto debe ser en el fondo simple y comprensible, o bien se la tiene por tan
difícil que es una desesperación el ocuparse con ella. Lo que se presenta bajo
el nombre de filosofía proporciona en realidad ejemplos justificativos de tan
opuestas apreciaciones.
Para
un hombre con fe en la ciencia es lo peor de todo que la filosofía carezca por
completo de resultados universalmente válidos y susceptibles de ser sabidos y
poseídos. Mientras que las ciencias han logrado en los respectivos dominios
conocimientos imperiosamente ciertos y universalmente aceptados, nada semejante
ha alcanzado la filosofía a pesar de esfuerzos sostenidos durante milenios. No
hay que negarlo: en la filosofía no hay unanimidad alguna acerca de los
conocido definitivamente. Lo aceptado por todos en vista de razones imperiosas
se ha convertido como consecuencia en un conocimiento científico; ya no es
filosofía, sino algo que pertenece a un domino especial de lo cognoscible.
Tampoco
tiene el pensar filosófico, como lo tienen las ciencias el carácter de un
proceso progresivo. Estamos ciertamente mucho más adelantados que Hipócrates,
el médico griego; pero apenas podemos decir que estemos más adelantados en
punto al material de los conocimientos científicos de que se sirve este último.
En el filosofar mismo, quizá apenas hayamos vuelto a llegar a él.
Este
hecho, de que a toda criatura de la filosofía le falte, a diferencia de las
ciencias, la aceptación unánime, es un hecho que ha de tener su raíz en la
naturaleza de las cosas. La clase de certeza que cabe lograr en filosofía no es
la científica, es decir, la misma para todo intelecto, sino que es un
cerciorarse en la consecución de cual entra en juego la esencia entera del
hombre. Mientras que los conocimientos científicos versan sobre sendos objetos
especiales, saber de los cuales no es en modo alguno necesario para todo el
mundo, trátase en la filosofía de la totalidad del ser, que interesa al hombre
en cuanto hombre, trátase de una verdad que allí donde destella hace presa más
hondo que todo conocimiento científico.
La
filosofía bien trabajada está vinculada sin duda a las ciencias. Tiene por
supuesto éstas en el estado más avanzado a que hayan llegado en la época
correspondiente. Pero el espíritu de la filosofía tiene otro origen. La
filosofía brota antes de toda ciencia allí donde despiertan los hombres.
Representemos
esta filosofía
sin ciencia en algunas notables manifestaciones.
Primero.
En materia de cosas filosóficas se tiene casi todo el mundo por competente.
Mientras que se admite que en las ciencias son condición del entender el
estudio, el adiestramiento y el método, frente a la filosofía se pretende
poder sin más intervenir en ella y hablar de ella. Pasan por preparación
suficiente la propia humanidad, el propio destino y la propia experiencia.
Hay
que aceptar la exigencia de que la filosofía es accesible a todo el mundo. Los
prolijos caminos de la filosofía que recorren los profesionales de ella sólo
tienen realmente sentido si desembocan en el hombre, el cual resulta
caracterizado por la forma de su saber del ser y de sí mismo en el seno de éste.
Segundo.
El pensar filosófico tiene que ser original en todo momento. Tiene que llevarlo
a cabo cada uno por sí mismo.
Una
maravillosa señal de que el hombre filosofa en cuanto tal originalmente son las
preguntas de los niños. No es nada raro oír de la boca infantil algo que por
su sentido penetra inmediatamente en la profundidades del filosofar. He aquí
unos ejemplos.
Un
niño manifiesta su admiración diciendo: “me empeño en pensar que soy otro y
sigo siendo siempre yo”. Este niño toca en uno de los orígenes de toda
certeza, la conciencia del ser en la conciencia del yo. Se asombra ante el
enigma del yo, este ser que no cabe concebir por medio de ningún otro. Con su
cuestión se detiene el niño ante este límite.
Otro
niño oye la historia de la creación: Al principio creó Dios el cielo y la
tierra..., y pregunta en el acto: “¿Y qué había antes del principio?”.
Este niño ha hecho la experiencia de la infinitud de la serie de las preguntas
posibles, de la imposibilidad de que haga alto el intelecto, al que no es dado
obtener una respuesta concluyente.
Ahora,
una niña, que va de paseo, a la vista de un bosque hace que le cuenten el
cuento de los elfos que de noche bailan en él en corro... “Pero ésos no los
hay...”. Le hablan luego de realidades, le hacen observar el movimiento del
sol, le explican la cuestión de si es que se mueve el sol o que gira la tierra
y le dicen las razones que hablan en valor de la forma esférica de la tierra y
del movimiento de ésta en torno de su eje... “Pero eso no es verdad”, dice
la niña golpeando con el pie en el suelo, “la tierra está quieta. Yo sólo
creo lo que veo”. “Entonces tú no crees en papá Dios, puesto que no puedes
verle”. A esto se queda la niña pasmada y luego dice muy resuelta: “si no
existiese él, tampoco existirían los nosotros”. Esta niña fue presa del
gran pasmo de la existencia: ésta no es obra de sí misma. Concibió incluso la
diferencia que hay entre preguntar por un objeto del mundo y el preguntar por el
ser y por nuestra existencia en el universo.
Otra
niña, que va de visita, sube una escalera. Le hacen ver cómo va cambiando
todo, cómo pasa y desaparece, como si no lo hubiese habido. “Pero tiene que
haber algo fijo... que ahora estoy aquí subiendo la escalera de casa de la tía,
siempre será una cosa segura para mí”. El pasmo y el espanto ante el
universal caducar y fenecer de las cosas se busca desmañada salida.
Quien
se dedicase a recogerla, podría dar cuenta de una rica filosofía de los niños.
La objeción de que estos niños no han seguido filosofando y que por tanto sus
declaraciones sólo pueden haber sido casuales, pasa por alto un hecho: que los
niños poseen con frecuencia una genialidad que pierden cuando crecen. Es como
si con los años cayésemos en la prisión de las convenciones y las opiniones
corrientes, de las ocultaciones y de las cosas que no son cuestión, perdiendo
la ingenuidad del niño. Este se halla aun francamente en ese estado de la vida
en que ésta brota, sintiendo, viendo y preguntando cosas que pronto se le
escapan para siempre. El niño olvida lo que se le reveló por un momento y se
queda sorprendido cuando los adultos que apuntan lo que ha dicho y preguntado se
lo refieren más tarde.
Tercero.
El filosofar original se presenta en los enfermos mentales lo mismo que en los
niños. Pasa a veces –raras– como si se rompiesen las cadenas y los velos
generales y hablase una verdad impresionante. Al comienzo de varias enfermedades
mentales tienen lugar revelaciones metafísicas de una índole estremecedora,
aunque por su forma y lenguaje no pertenecen, en absoluto, al rango de aquellas
que dadas a conocer cobran una significación objetiva, fuera de casos como los
del poeta Hölderlin o del pintor Van Gogh. Pero quien las presencia no puede
sustraerse a la impresión de que se rompe un velo bajo el cual vivimos
ordinariamente la vida. A más de una persona sana le es también conocida la
experiencia de revelaciones misteriosamente profundas tenidas al despertar del
sueño, pero que al despertarse del todo desaparecen, haciéndonos sentir que no
somos más capaces de ellas. Hay una verdad profunda en la frase que afirma que
los niños y los locos dicen la verdad. Pero la originalidad creadora a la que
somos deudores de las grandes ideas filosóficas no está aquí, sino en algunos
individuos cuya independencia e imparcialidad los hace aparecer como unos pocos
grandes espíritus diseminados a lo largo de los milenios.
Cuarto.
Como la filosofía es indispensable al hombre, está en todo tiempo ahí, públicamente,
en los refranes tradicionales, en apotegmas filosóficos corrientes, en
convicciones dominantes, como por ejemplo en el lenguaje de los espíritus
ilustrados, de las ideas y creencias políticas, pero ante todo, desde el
comienzo de la historia, en los mitos. No hay manera de escapar a la filosofía.
La cuestión es tan sólo si será consciente o no, si será buena o mala,
confusa o clara. Quien rechaza la filosofía, profesa también una filosofía,
pero sin ser consciente de ella.
¿Qué
es, pues, la filosofía, que se manifiesta tan universalmente bajo tan
singulares formas?
La
palabra griega filósofo (philósophos)
se formó en oposición a sophós.
Se trata del amante del conocimiento (del saber) a diferencia de aquel que
estando en posesión del conocimiento se llamaba sapiente o sabio. Este sentido
de la palabra ha persistido hasta hoy: se busca de la verdad, no la posesión de
ella, es la esencia de la filosofía, por frecuentemente que se la traicione en
el dogmatismo, esto es, en un saber enunciado en proposiciones, definitivo,
perfecto y enseñable. Filosofía quiere decir: ir de camino. Sus preguntas son
más esenciales que sus respuestas, y toda respuesta se convierte en una nueva
pregunta.
Pero
este ir de camino –el destino del hombre en el tiempo– alberga en su seno la
posibilidad de una honda satisfacción, más aún, de la plenitud en algunos
levantados momentos. Esta plenitud no estriba nunca en una certeza enunciable,
no en proposiciones ni confesiones, sino en la realización histórica del ser
del hombre, al que se le abre el ser mismo. Lograr esta realidad dentro de la
situación en que se halla en cada caso un hombre es el sentido del filosofar.
Ir
de camino buscando, o bien hallar el reposo y la plenitud del momento, no son
definiciones de la filosofía. Esta no tiene nada ni encima ni al lado. No es
derivable de ninguna otra cosa. Toda filosofía se define
ella misma con su realización. Qué sea la filosofía hay que
intentarlo. Según esto es la filosofía a una la actividad viva del
pensamiento, y la reflexión sobre este pensamiento, o bien el hacer y hablar de
él. Sólo sobre la base de los propios intentos puede percibirse qué es lo que
en el mundo nos hace frente como filosofía.
Pero
podemos dar otras fórmulas del sentido de la filosofía. Ninguna agota este
sentido, prueba ninguna ser la única. Oímos en la antigüedad: la filosofía
es (según su objeto) el conocimiento de las cosas divinas y humanas, el
conocimiento de lo ente en cuanto ente, es (por su fin) aprender a morir, es el
esfuerzo reflexivo por alcanzar la felicidad; asimilación a lo divino, es
finalmente (por su sentido universal) el saber de todo saber, el arte de todas
las artes, la ciencia en general, que no se limita a ningún dominio
determinado.
Hoy
es dable hablar de la filosofía quizá en las siguientes fórmulas; su sentido
es:
—
Ver
la realidad en su origen;
—
Apresar
la realidad conversando mentalmente conmigo mismo en la actividad interior;
—
Abrirnos
a la vastedad de lo que nos circunvala;
—
Osar
la comunicación de hombre a hombre sirviéndose de todo espíritu de verdad en
una lucha amorosa;
—
Mantener
despierta con paciencia y sin cesar la razón, incluso ante lo más extraño y
ante lo que se rehusa.
La
filosofía es aquella concentración mediante la cual el hombre llega a ser él
mismo, al hacerse partícipe de la realidad.
Bien
que la filosofía pueda mover a todo hombre, incluso al niño bajo la forma de
ideas tan simples como eficaces, su elaboración consciente es una faena jamás
acabada, que se repite en todo el tiempo y que se rehace constantemente como un
todo presente, se manifiesta en las obras de los grandes filósofos y como un
eco en los menores. La conciencia de esta tarea permanecerá despierta, bajo la
forma que sea, mientras los hombres sigan siendo hombres.
No
es hoy la primera vez que se ataca a la filosofía en la raíz y se la niega en
su totalidad por superflua y nociva. ¿A qué está ahí? Si no resiste cuando más
falta haría...
El
autoritarismo eclesiástico ha rechazado la filosofía independiente porque
aleja de Dios, tienta a seguir el mundo y echa a perder el alma con lo que en el
fondo es nada. El totalitarismo político hizo este reproche: los filósofos se
han limitado a interpretar variadamente el mundo, pero se trata de
transformarlo. Para ambas maneras de pensar ha pasado la filosofía por
peligrosa, pues destruye el orden, fomenta el espíritu de independencia y con
él el de rebeldía y revolución, engaña y desvía al hombre de su verdadera
misión. La fuerza atractiva de un más allá que nos es alumbrado por el Dios
revelado, o el poder de un más acá sin Dios pero que lo pide todo para sí,
ambas cosas quisieran causar la extinción de la filosofía.
A
esto se añade por parte del sano y cotidiano sentido común el simple patrón
de media de la utilidad, bajo la cual fracasa la filosofía. Ya a Tales, que
pasa por ser el primero de los filósofos griegos, lo ridiculizó la sirvienta
que le vio caer en un pozo por andar observando el cielo estrellado. A qué anda
buscando lo que está más lejos, si es torpe en lo que está más cerca.
La
filosofía debe, pues, justificarse. Pero esto es imposible. No puede
justificarse con otra cosa para la que sea necesaria como instrumento. Sólo
puede volverse hacia las fuerzas que impulsan realmente al filosofar en cada
hombre. Puede saber que promueve una causa del hombre en cuanto tal tan
desinteresada que prescinde de toda cuestión de utilidad y nocividad mundanal,
y que se realizará mientras vivan hombres. Ni siquiera las potencias que le son
hostiles pueden prescindir de pensar el sentido que les es propio, ni por ende
producir cuerpos de ideas unidas por un fin que son un sustitutivo de la filosofía,
pero se hallan sometidos a las condiciones de un efecto buscado –como el
marxismo y el fascismo. Hasta estos cuerpos de ideas atestiguan la imposibilidad
en que está el hombre de esquivarse a la filosofía. Este se halla siempre ahí.
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