USO DE
RAZÓN. DICCIONARIO DE FALACIAS |
Falacia
del CONTINUUM o argumento de continuidad, también llamada falacia
del montón, de la barba o del calvo. |
Consiste en
asumir que pequeñas diferencias en una serie continua de sucesos son
irrelevantes, o que posiciones extremas, conectadas por pequeñas diferencias
intermedias, son la misma cosa porque no podemos establecer un límite objetivo
para el cambio. Como esta definición parece un galimatías, veamos algún
ejemplo. —¿Dos
granos de trigo son montón de trigo?—No. —¿Y añadiéndoles otro grano? —Tampoco.
—¿Y añadiendo otro? —Tampoco. —Luego nunca habrá montón, mientras se añadan uno
a uno. Eubulides de Mileto.[1] Lo dicho, las pequeñas diferencias en un cambio gradual son irrelevantes. Es lo mismo un grano que un montón. Del mismo modo se puede argüir en sentido contrario. Si a un montón le quitamos un grano, sigue siendo montón... y así, cuando solamente quede un grano, diremos que es un montón. Si las diferencias graduales son irrelevantes, da lo mismo uno que muchos. Si a quien no es calvo se le arranca un
pelo, no queda calvo; si se le quita otro, tampoco; y así, pelo a pelo, nunca
será calvo. Eubulides de Mileto.[2]
Estamos ante cambios graduales. Podemos diferenciar con
claridad las posiciones extremas, el principio y el final, pero somos incapaces de señalar el límite
donde se produce el cambio de la una a la otra: ¿dónde comienza el montón? Sin duda existe un límite, un
umbral más o menos amplio en que se produce el cambio. Aunque nos movamos a lo
largo de un continuo en el que las variaciones de grado resultan
inapreciables, ha de existir un punto en el cual una pequeña diferencia
determine un cambio decisivo. Las medicinas son eficaces cuando alcanzan una
concentración sanguínea suficiente. Un solo pasajero de más determina el
hundimiento de una embarcación, y una ramita de sobra el desfallecimiento
del asno que carga la leña. Nunca sabemos cuál es el último de los pocos o el
primero de los muchos. El mismo problema surge siempre que empleamos cantidades
imprecisas: Si alguien quisiera saber cuánto hay que
añadir o quitar para que el rico sea pobre; el célebre, desconocido; lo mucho,
poco; lo grande, pequeño; lo largo, corto; lo ancho, estrecho; y al contrario,
no podríamos responder nada seguro y cierto. Cicerón.[3]
La falacia suele afirmar: a. que no existen diferencias entre los
extremos. b. que, si existen, cualquier límite que
pretendamos establecer será arbitrario. Así cabe sostener que no existe la pobreza o que, si existe, es
imposible determinar el límite entre pobres y ricos. Con los mismos criterios
se arguye que, siendo graduales los cambios del embrión humano y dado que al
nacer es una persona, debemos considerarlo así desde el momento de la
fecundación. Del mismo modo, al ser graduales los cambios entre la vida y la
muerte, sería arbitrario establecer un límite preciso entre ambas. Todos
estos razonamientos tienen su corolario: como no es posible conocer el umbral
de la pobreza, no podemos subvencionarla; como el embrión es una persona, todo
aborto constituye un homicidio; como no sabemos cuando se produce la muerte,
toda extracción de órganos para un transplante equivale a un asesinato. Todo recién nacido es una persona. Su
desarrollo desde el embrión hasta el feto maduro es gradual, sin que exista un
punto en que su naturaleza cambie abruptamente. No existe un punto en que
podamos considerar que matarlo es lícito. En consecuencia, la interrupción del
embarazo es tan ilícita como el asesinato de un niño. Que no conozcamos el momento en que se producen los cambios no
significa que las cosas no cambien. Un embrión no es una persona, como una
semilla no es un árbol. La diferencia entre el calor y el frío es una cuestión
de grado, pero nos importa mucho. No decimos que, como son cambios graduales,
no existe diferencia, ni pensamos que hace calor cuando el termómetro señala
2º C. Es cuestión de grado la distancia de lo creíble a lo increíble, de la sordera
a la audición, de la juventud a la vejez, de la vida a la muerte. No siempre
sabemos en qué punto se produce la diferencia, donde figura el umbral de la
nueva cualidad, pero podemos apreciar que es nueva, que algo ha cambiado:
¿cuándo un niño se convierte en hombre? ¿qué copa produce la embriaguez? Otra cosa es que para facilitar nuestra intervención en los
acontecimientos, fijemos límites convencionales en el desarrollo de un cambio
gradual. El portero de mi casa tiene señalada la temperatura matinal por debajo
de la cual debe encender la calefacción. En los camiones y en los ascensores
figura un rotulito que señala su carga máxima autorizada: en ningún caso se
autoriza más, aunque el camión pudiera transportarla. Son umbrales prudenciales
que permiten regular nuestras conductas. Así, los 18 años señalan el comienzo
de la vida adulta y el ejercicio de nuevos derechos y obligaciones; determinado
nivel de renta señala el límite oficial de la pobreza; llamamos muerte clínica
a la que ha alcanzado un grado irreversible de lesión cerebral. Los umbrales
que establecemos pueden señalar restricciones por encima o por debajo del
límite: mayoría de edad desde los 18
años: nunca antes aunque se trate de un muchacho muy maduro; se autoriza el aborto antes de
las doce semanas de gestación: en ningún caso (salvo situaciones excepcionales)
después, aunque el feto no sea todavía una persona. Establecemos límites
prudenciales amplios para evitar toda intervención en las situaciones poco
claras. Un feto menor de doce semanas no cumple los requisitos para ser considerado
persona, pero no estamos seguros por encima de dicho plazo. Por supuesto, los límites convencionales no son inamovibles. Los
cambios en nuestros conocimientos o nuestra sensibilidad, pueden modificarlos.
Por ejemplo: ¿dónde está el límite de lo tolerable? Es evidente que nuestros
criterios se han modificado en los últimos veinte años. Hoy consideramos que la
limpieza étnica es una situación francamente intolerable que nos obliga a
intervenir y justifica nuestra injerencia. Antaño no ocurría así. Un concepto
difuso como lo intolerable admitía umbrales más elásticos. A quien persevere en la falacia sin atender a razones, es
preciso arrastrarlo al absurdo. Se le pregunta, por ejemplo, cuánto dinero
necesita un hombre para que lo llamemos rico. ¿Y si le quitamos un millón?
Seguiremos quitando millones hasta que nuestro contrincante perciba el límite de
su propio ridículo y reconozca que está equivocado. Uso de la licencia, y como pelos de cola
equina paulatinamente arranco uno y luego otro hasta que caiga en la confusión por el
método del montón.[4] ¿Cuántos años necesita una persona para ser vieja? ¿Dónde
comienza el exceso en la comida? ¿En qué punto la sencillez se transforma en
grosería y el humor en bufonada? ¿Cuánta agua necesita el trigo para
resplandecer?
¿y cuánta más para arruinarse? ¿y dónde está el límite? ¿Diremos que es lo
mismo regar y no regar? Los antiguos la llamaban falacia del montón (por el de
trigo), de la barba (¿cuántos pelos se precisan para considerar que un
hombre tiene barba?) y del calvo. Pero Grullo - Quien tiene poco,
tiene; y si tiene dos pocos, tiene algo; y si tiene dos algos, más es; y si
tiene dos mases, tiene mucho; y si tiene dos muchos, es rico.[5] |
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Revisado: mayo de 2005 |