Y es que no siendo el alma la realidad única del hombre, el saber acerca de ella necesita estar encajado dentro de otro más amplio y radical saber, como la nave de un edificio necesita estar apoyada en la mecánica del edificio entero.
Lo en verdad grave serán esas invisibles enfermedades humanas, el delirio y el desvarío, la pesadilla en que la vida se convierte rodeada de esa realidad opaca, que arrojadas de su lugar adecuado aparecerán sin forma ni figura, o se irán dejando un extraño vacío. Nada, apenas nada sabemos de ese mundo; es el mundo de la intimidad sin palabras, donde ha de reinar una oculta e insensible armonía, donde debe encontrarse la raíz de toda guerra, donde la paz no es cosa de pactos ni compromisos, pues no es cosa de derechos ni leyes sino de una silenciosa armonía que, una vez destruida, es ingobernable tumulto, rebeldía sin término, discordia.
Es, sí, la discordia de los muertos vivos, su rencorosa presencia. Los vivientes, poetas como Baudelaire y rimbaud, filósofos como Kierkegaard y Nietzsche, novelistas como Dostoievski, han sido atormentados infinitamente en su soledad poblada de fantasmas y se han liberado a medida que por su arte o su pensamiento les han abierto sitio. Ellos vivieron también, dada la época llena de impiedad que les tocó en suerte, de esa manera atormentada, como perseguidos por las furias de la antigua tragedia. Y se fueron liberando a medida que lograban la existencia para sus atormentadores, arrojando de sí la tragedia, conquistando una soledad diferente, una soledad desde la que brota la comunicación, soledad que lleva consigo una distancia y una entereza, que hace considerarse a Kierkegaard autor de "obras póstumas", como muerto vivo que es. (...)
Esta manera de vivir, considerándose a sí mismo como muerto vivo, como autor de obras póstumas, era la única solución, tal vez, para el hombre que había perdido el sitio de esas realidades que sin embargo le llenaban. Y era la manera de ir abriendo paso al que sería ser, a su unidad de seres humanos. Muertos vivos; hombres subterráneos cuya tarea agobiante es la de apropiarse una realidad extraña, extrayendo de ella su propio ser, pues lo que aparece ser lo trágico de la tragedia es la falta de sujeto, de algo que quede exento y libre del destino o de las pasiones. |
Pues la "naturaleza" nos da tiempos múltiples, ritmo diversos, horas lentas, en que las plantas viven la vida en sueño, ellas, que no acaban nunca de estar despiertas, se hunden en el sueño y dejan ese mínimo de lucha que en la "lucha por la vida" es la vida vegetal.(...)
Y entrar así en el tiempo que corre bajo la conciencia, donde el ser se configura sin sobresalto; el tiempo del mundo vegetal sin asomo alguno, porque lo necesita, de conciencia.
El vegetal porque no se mueve no tiene que atender; su crecimiento se verifica en un dentro. El hombre, porque se mueve y está solo, porque está fuera, porque ha nacido, porque está "aquí", tiene que atender, pues aún ha de moverse dentro de sí entre sus múltiples tiempos. Y si nace lentamente, puede sentir y ver cómo va entrando en este aquí. (...)
Y salir de sí, vivir fuera de sí, corriendo al encuentro de algo que colme por completo el vacío, que haga cesar el anhelo y ese tormento de la esperanza que no encuentra su argumento o que se lo sitúan tan lejano.
Perder el alma es perder el tiempo, el tiempo común y, entonces, el corazón se quedará sólo con su latir, la larva palpitando a solas en su infierno temporal.
El claro del bosque es un centro en el que no siempre es posible entrar, desde la linde se le mira y el aparecer de algunas huellas de animales no ayuda a dar ese paso. Es otro reino que un alma habita y guarda. Algún pájaro avisa y llama a ir hasta donde vaya marcando su voz. Y se obedece; luego no se encuentra nada, nada que no sea un lugar intacto que parece haberse abierto en ese solo instante y que nunca más se dará así. No hay que buscarlo. No hay que buscar. Es la lección inmediata de los claros del bosque: no hay que ir a buscarlos, ni tampoco a buscar nada de ellos. Nada determinado, prefigurado, consabido. Y la analogía del claro con el templo puede desviar la atención.
Un templo, mas hecho por sí mismo, por "Él", por "Ella" o por "Ello", aunque el hombre con su labor y con su simple paso lo haya ido abriendo o ensanchando. La humana acción no cuenta, y cuando cuenta da entonces algo de plaza, no de templo. Un centro en toda su plenitud, por esto mismo, porque el humano esfuerzo queda borrado, tal como desde siempre se ha pretendido que suceda en el templo edificado por los hombres a su divinidad, que parezca hecho por ella misma, y las imágenes de los dioses y seres sobrehumanos que sean la impronta de esos seres, en los elementos que se conjugan, que juegan según ese ser divino. |
Y aparece luego en el claro del bosque, en el escondido y en el asequible, pues que ya el temor del éxtasis lo ha igualado, el temblor del espejo, y en él, el anuncio y el final de la plenitud que no llegó a darse: la visión adecuada al mirar despierto y dormido al par, la palabra presentida a lo más. Se muestra ahora el claro como espejo que tiembla, claridad aleteante y que apenas deja de dibujarse algo que al par se desdibuja. Y todo alude, todo es alusión y todo es oblicuo, la luz misma que se manifiesta como reflejo se da oblicuamente, mas no lisa como espada. Ligeramente se curva la luz arrastrando consigo al tiempo. Y no se olvidará nunca que la curvatura de la luz y tiempo no es castigo, o que no lo es solamente, sino testimonio y presencia fragmentada de la redondez del universo y de la vida, y que el temblor es irisación de la luz que no deja de descender y de curvarse en todo recoveco oscuro, que se insinúa así, ya que directamente no puede sin violencia arrolladora permitirse entrar en nuestro último rincón de defensa. Y los colores mismos nacen para hacernos la luz asequible. Y el Iris resplandece, antes que arriba en los cielos, abajo entre lo oscuro y la espesura, creando así un imprevisible claro propicio.
Y la belleza en la que luego discierne la inteligencia, elementos y relaciones hasta con sus números, se ofrece al aparecer como unidad sensible. Y la mente de quien la contempla tiende a asimilarse a ella, y el corazón a bebérsela en un solo respiro, como su cáliz anhelado, su encanto.
(...) No siempre el transitar es trascender. El ir y venir, el deambular propio, congénito, del pensamiento, se alza como un obstáculo; es decir, no se trata propiamente del pensamiento, sino de esa especie de horror a la quietud para no caer en el vacío, o peor aún, en la nada. Es el horror que desata el afán de llenar el tiempo y de tener un presente, una hora, de estar viviendo en el presente, que algunos filósofos han confundido con el pensar. El afán de presentificar es un modo de devorar el pensamiento, de no dejarle lugar. El trascender necesita, pues, un instante –lo decimos simbólicamente—de vacío. El sujeto necesita de un vacío para que su pensamiento nazca, heroicamente, como en un sacrificio, al trascender verdadero. La queja monosilábica está más cerca, o menos enemiga, del trascender, que este transitar. No hay que arrancarse tan pronto de la queja, no hay que dejarla perdida, no hay que dejarla dormida, sino que por el contrario tiene que convertirse en dolor. El doliente o el dolido, está más cerca del trascender que el que ha acallado su queja precipitadamente, desgarrándose. No hay que temer el quedarse embebido en este instante de desgarramiento, tampoco hay que llenarlo. Es la función del pensar que puede ser dolor: transformar en dolor la queja, sin salirse tan pronto de ella.
Hay que permitir a la claridad que circule, ella, en el sujeto, pues que solamente así el sujeto trascenderá, él mismo, encontrándose en una órbita: la órbita que nos salva de todo absolutismo del ser y de todo sumergirse en la nada. Es la órbita del amor que es al par pensamiento, la órbita en la que se circula libre de terror, de temor, y hasta de esperanza.
(...) Inteligencia y corazón unidos forman ese ser que late, que alienta capaz de manifestar su ser sin reflexión alguna. Sin verse reflejado en nada y sin por ello sentir la nada ni dentro de sí ni al acecho. Unidad que se manifiesta como efímera, pues que se pierde a causa del cuidado exigido a la condición humana y que en modo creciente amenaza devorarla. Más, el recogimiento unificante de la mente con el ser salva, aún dándose en modo discontinuo, testifica de un ser que es vida, y vida vivificante.
El silencio revela al corazón en su ser. Un ser que se ofrece sin cualificación alguna y aún sin referencia alguna a una determinada situación, que de haberla le cualificaría. No es una cantidad ni una cualidad y no está ni arriba ni caído ni, lo que parece más propio de este su ser, tampoco abraza nada. No está en verdad. Y lo más cercano a este su ser que cabe decir es que guarda sin celarlo un secreto, y que guarda al ser donde mora. (...)
Y su lugar es esa especie de hueco donde flota en el vacío, ni se apega como en sitio oscuro; es inocente en ese transitorio estado, revelador de su ser. Es una presencia y nada más. Una presencia que cuando deje de serlo acogerá a todo lo que ante un ser humano se presenta, a toda presencia, y naturalmente, a la ausencia de algo y aún a la ausencia de todo. Y la medida de la inocencia del corazón, de cada corazón, daría, si medida de ella pudiese haber, la diversidad de las presencias que ante ese corazón presenta la riqueza del mundo, y aun el resplandor de lo que nombramos universo.
Ya que hay una íntima, indisoluble correlación entre inocencia y universalidad. Sólo el hombre dotado de un corazón inocente podría habitar el universo.
El corazón es el vaso del dolor, puede guardarlo durante un cierto tiempo, mas inexorablemente luego, en un instante lo ofrece. Y es entonces cáliz que todo el ser de la persona tiene que sorberse. Y si lo hace lentamente con la impavidez necesaria, al difundirse por las diversas zonas del ser comienza a circular conel dolor, mezclada a él, en él, la razón (...)
Vaso y centro, el corazón, unidamente.
Centro que se mueve padeciendo y que receptivo ha de dar continuidad, y escondido no puede dejar de darse. Y siendo la sede del sentir, es centro activo. Pasa por él río de la vida que ha de someter a número y a ritmo. Pasividad activa. Mediador sin pausa. Esclavo que gobierna. Sometido al tiempo, lo conduce avisando de su paso y de su acabamiento, haciendo presentir un más allá del reino temporal que conocemos, o damos por conocido más bien.
Y el poeta, lejos ya de esos lenguajes dagrados, a solas en medio del tiempo sucesivo y del espacio inerte, aparece sufriendo más que ningún otro hombre la asfixia de este confinamiento y de ser devorado por la nostalgia del tiempo y de la libertad, de la vida verdadera o de la verdad viviente. Mas "poeta" quiere decir aquí justamente creador al modo humano, descubridor, realizador de horizontes, quiere decir, pues, dado el pensamiento, que se empeña en esta acción que es transformación.
Y así, el poeta ha padecido espejismos a causa del desierto también que se extiende en el mundo que le rodea indiferente. El espejismo de la infancia como el término de su nostalgia, identificándola con el tiempo y el espacio, la libertad y la realidad perdidas. Y en consecuencia, muchos críticos y teorizantes fueron llevados a la idea de que la poesía sea una especie de levadura de la infancia. Y bien pudiera ocurrir que la levadura sea extraída de la infancia del poeta si en esta infancia individual se encierra un don de la infancia del mundo, del alba del lenguaje; reiterada germinación de la aurora de la luz y de la palabra.
Es sabido que en 1911 Picasso hace por primera vez "arte negro", y lo que en él encuentra es la máscara. Son máscaras con que ocultar al hombre que él no quiere dejar aparecer en su pintura. Como más tarde se encontrará el "Arlequín" para que el cuerpo humano no sea tampoco el cuerpo humano. Desaparece, pues, el hombre a la par que la idealidad del mundo. Y el espacio aparece lleno, lleno como hacía mucho tiempo. Y si alguien busca el espacio, como Chirico, resulta ser el vacío, el vacío de un teatro abandonado por sus actores.
Estamos en la "noche obscura de lo humano". Se esconde tras la máscara y el mundo vuelve a estar deshabitado. Son los paisajes lunares: tierras secas y blancuzcas, paisajes de ceniza y sal. Playas gigantescas tras de la retirada marina, vegetación mineral, flores calizas y caracolas, algas informes, criaturas amorfas de un reino que no es la vida ni la muerte. Y también es el desierto, la extensión sin término. Y los residuos de lo humano; objetos gastados por el uso: zapatos viejos, cepillos sin cerdas, cajas irreconocibles de cartón, todo deshecho. Y es lo más humano, pues al fin lleva su huella. Huella que enseña y hace patente el eclipse y la tristeza, como si sólo esas cosas sin belleza alguna llorasen al huésped ido.
La objetividad, mientras dure el imperio de la máscara, se eclipsa como si el hombre no estuviera en ese nivel vital en que la luz forma parte de la vida. Vivir en la luz había sido el anhelo de toda la cultura occidental. "Luz de luz" es la fórmula más alta de la Teología que expresa el punto de identidad entre la Filosofía Griega y la Fe Cristiana. En la luz coincidieron pensamiento y religión cristiana. Religión de luz viva y actuante en todos los anhelos e intentos; en las esperanzas y en las creaciones más dispares y aun contrarias, pues la divergencia de credos estéticos nunca llegó hasta este inquietante período en que se deshacen las formas y el rostro humano se oculta. Eclipse de lo humano que se verifica en la vida también. Es la noche obscura de lo humano que semeja un retiro de una luz y logros donde no se encontraban ya sino diferencias, discernimientos; una retirada y un retroceso del Dios de la teología en busca del Dios que devora y quiere ser devorado.
Conocerse sería poder ver los movimientos más íntimos, esenciales y, por ello mismo, inconscientes, de nuestro ser, sorprendernos en ellos: poder describirlos y dirigirlos. El conocimiento de las llamadas "pasiones", sin duda, forma parte de ello. Mas bajo las pasiones, otras pasiones más fundamentales se esconden y debajo de todas, la pasión de ser. La larga pasión que al hombre exige ser, declararse, enunciarse, y realizarse desde tan lejos como si no fuese suya: como si fuera la prolongación de un Dios que lo creara para eso, para alcanzar ser, y logro semejante a él mismo.
Se diría que el crimen es el pecado original de la historia humana. Si vamos a la tradición bíblica comienza, ya fuera del paraíso, con la historia de Caín y Abel la primera guerra civil, y si consideramos nada más que los hechos no podemos descubrir la historia de pueblo alguno que no esté manchada de crímenes.
El endiosamiento produce necesaria, inevitablemente, crimen, porque sólo con esta total transgresión de la ley se compensa la exaltación absoluta de la persona. Sólo el mal puede mantener, mientras dura, el absolutismo de una persona. Claro está que esta persona, el sujeto del endiosamiento, se hunde como persona, y lo más terrible para ella, si se diera cuenta, es que a fuerza de querer ser ella y únicamente ella, se convierte en algo anónimo, impersonal. Acaba siendo nadie. (...)
"Dios ha muerto" es la frase en que Nietzsche enuncia y profetiza al par la tragedia de nuestra época. Para sentirlo así, es preciso creer en Él y aún más, amarlo. Pues sólo el amor descubre la muerte; sólo por amor sabemos lo poco que sabemos de ella. Y en cuanto a Dios, el amor ha sido una fase tardía; primero es el terror el que gobierna los pasos del hombre bajo su sombra; el temor y aún el rencor; la ira que aun en la tradición cristiana Job testimonia. Los primeros sentimientos que señalan la relación del hombre con un Dios revelado son el temor y aun el espanto. Espanto ante su presencia escondida, ante el abismo que yace sin mostrarse, espanto aun cuando amenaza con descubrir su faz. El amor vendrá más tarde, y no fue descubrimiento del hombre, quizá porque tampoco conocía es amor. En la tradición judeocristiana todo, el amor mismo, es revelado. El hombre es el perseguido-persecutor, el elegido a quien hay que abatir mil veces, para detenerle en su endosamiento. Y sólo en esa religión es donde el "Dios ha muerto" puede pronunciarse en toda su gravedad, hasta el fin. Sólo en ella, el hombre ha matado a su Dios. En la persona del Hijo, ante el silencio del Padre que lo permitió. El Misterio de la Redención esconde la razón de este acto: ¿necesitaba el hombre matar a Dios, a su Dios, invirtiendo así la acción más sagrada de todas: el sacrificio? ¿Necesitaba Dios mismo recibir este sacrificio de esencia y materias divinas iguales a sí mismo, satifacerse con un alimento sacado de sí, de su propio dolor, beber la sangre destilada en una herida divina? En todo caso el hombre hubo de cumplir esta terrible acción.
Y dirigíase que en cuanto al aspecto humano, solamente humano de la tragedia, el hombre aparece como el criminal que va en busca del crimen, del crimen único que había de apaciguarlo y realizar su naturaleza. De todo el Antiguo Testamento se desprende la imagen de un hombre perseguido por el crimen que late en sus entrañas. Va en busca de su crimen que era ése: matar a la semilla de su Dios, a la palabra, a la luz, a su futuro infinito.